lunes, 23 de abril de 2012

Roger & Me

Era una fiesta con Josema, para variar. De esas que empiezan en San Isidro y terminan en Miraflores. ¿Algo más? Bueh… también hablaba inglés. Pero esta vez no era drug dealer.

Ubicándonos un poco era viernes de noche, como la vez pasada ya más de un año atrás. Tacos blancos, vestido rosado de lunares, escote, strapples, vincha y delineador. Vodka de Pharmax, jugo de pera de Gloria, jato de franceses de intercambio en la que la palabra “fashionista” me parecía tan apropiada como “tibio” para describir el sol. ¿Se entiende? El pata… era de Estados Unidos. De Flint. Michael Moore, anyone? Esta es la historia de Roger & Me.

Mis amigos lo miraron de arriba a abajo, cuando se acercó. Pinta de gringo tenía de aquí a la otra cuadra, y los dos (amigos míos) están tan hechos a la Europa vieja que todo lo que repte a este lado del atlántico es motivo de arrugada de nariz, sonrisa comedida y un “aj” que generalmente no necesita nada más. Pero, puestos a ello y sin ganas de matar ya tantas neuronas atraqué al gileo y sonreí un poquito de más. “Por lo menos no le des nuestro vodka, es un ladrón de trago.”, fue la única advertencia. O.K. Nada de trago. Como si lo necesitara.

Detalles, que bailamos un rato, me contó maso su vida y yo le mentí maso la mía. Que nos fuimos a Larcomar en un micro atestado de Australianos preciosos y fumadísimos, y que aunque el plan era Gótica nunca llegamos a entrar. Y sí… la hicimos larga para las cuatro cuadras que son hasta mi casa.

Grande fue mi sorpresa al día siguiente cuando me llegó un mensaje suyo invitándome a salir. Pero mi destino del día era sala de partos, y le dije que no, dejando la posibilidad abierta un poquito nomás. Peor mi sorpresa el domingo, que me volvió a escribir, ahora para cenar. Caminamos un rato de parque en parque de por mi casa, algunos silencios incómodos pero la firme determinación de su parte de conocerme. Escéptica como me enseñó a serlo el putísimo febrero 2012 (gracias en gran parte a la colaboración de Alexander DeLarge), inicié un ataque a medio motor con las típicas repelentes insinuaciones de estar en plan de una relación de verdad, pero el Roger de Flint no se espantó. Es más, siguió caminando. Y me preguntó si quería salir una vez más.

Google chat va, google chat viene, el lunes en la noche estaba en el Terrazas no-viendo el partido de tenis de turno con su Roger más. Y empezó la duda. Alexander DeLarge me había dejado hacía tres semanas, y yo había sentido el dolor en toda su honestidad y sin nada de anestesia. El punto de quiebre lo determinó una canción de reggaetón en mi (nuevo) iPod y un poema de Luis de Góngora en las últimas páginas de uno de los libros de Pérez-Reverte sobre El Capitán Alatriste. Un sacerdote culterano del siglo de Oro español hablando sobre la fugacidad de la belleza y de la vida, de la necesidad del disfrutarlos antes de que se todo se convierta “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada” y un reggeatonero narrando que “…hoy voy a hacerte olvidar, el pelo te soltaré, haré una historia con tu cuerpo que en tu mente plasmaré” si la chica en cuestión lo aceptara. Carpe diem. Let’s do it.

Cordero era la palabra que más se me venía a la mente, arreglándome. Polo azul, shorts gris claro (no tengo beige, que hubiera sido perfecto), sandalias del color de mi piel, aretes, pulsera y anillo. Engalándome como un cordero a punto de ser sacrificado, un tributo a lo Catniss Everdeen. Cada paso se sentía como entrar voluntariamente al matadero. Pero como siempre digo, para ganar es necesario invertir.

Roger me soltó el pelo ese martes. Y, sorprendentemente, le hizo olvidar a mi mente la historia que mi cuerpo había plasmado en ella, las cicatrices los dedos de Alexander, aunque fuese sólo por un momento. Hubo un predecible aumento exponencial en el flujo de SMS post. Oh, baby, it feels so good. Too good.

Es rico gustarle a alguien. Subir el volumen y dejar los hombros caer, reír, mirar a los ojos y saber. Simplemente saber. Bembos con ají y kétchup, malecones de la mano, rones, hielos. Amigos, piscos, porn-star wannabes, confesiones de madrugada de viernes santo y mundos pequeñísimos. Sí. Todo eso es genial. El problema, como siempre, son las emociones. Que no llegaron a los extremos del controversial Noviembre 2011, pero sí hicieron acto de presencia.

El inicio del fin fue una guitarra, protagónica frente a la pared blanca de su cuarto. Le pregunté si tocaba, y me dio un concierto de tarde de otoño que se resiste a dejar de ser verano. Las cuerdas hicieron vibrar el aire que hizo vibrar mis tímpanos, cuyo ritmo calmó los latidos de mi corazón y me dijo que escuche, que no hable. Porque esos dedos me estaban contando una historia que no era mía para ser interrumpida. Porque dentro de mi Roger de Flint había mucho más de lo que habría sospechado. Más de lo que, siendo honesta, me había importado.

Me quité el anillo ese día y terminé apresurándome hacia el ascensor, casi corriendo las diez cuadras hasta mi casa, avergonzada, impúdica, atestada de culpa. ¿Tan rápido había olvidado a Alexander? ¿Había concebido, había dejado traslucir algún sentimiento? ¿A quién engañaba? Yo no estaba bien. Yo no podía querer. ¿Por qué quería mentirme? ¿Ignorar las lágrimas que había llorado un día anterior? Roger no era para mí, así como yo no era para él. ¿Pero acaso había sido yo de alguien? Esa lealtad a Alexander que sentía haber traicionado, ¿acaso no era ficticia, inexistente? ¿No había sentido el denigrante sabor de metal en mi boca, la metafórica sangre en mi espalda? ¿Qué no recordaba bien? Había sido rechazada por el aristócrata. Suplida. Sorry.

El mío fue un mail de disculpas superficial, tentativo. La respuesta de Roger fue extensa, larga como la racha de emociones que la tarde de guitarra suscitó. Honesta. Lloré un poquito al recibirla. Un poco más al responderla con igual de honestidad.

Me respondió que lo había sorprendido. Que había roto la cajita de vidrio en la que tan diligentemente me había encasillado, que había volado su mente, que le había recordado que las personas interesantes se encontraban en todos lados y que había una razón para emocionarse. Si era verdad o caricias profilácticas al ego de una probable mujer despechada, no lo sé. Lo que sé es que reboté. And just like that, curé.

Al día siguiente salí, y sí, plan Ferrari, mi esencia es así. El siguiente viernes estaba yo con mi falda de lentejuelas mate, polo con apliques tejidos, la misma vincha y los tacos blancos, caminando en busca del limón, abrazada fuera de la reja por uno que no me quería dejar ir. Y es que enamorarse, como me enseñó Roger, no es el único final feliz.

martes, 10 de abril de 2012

Humores

Últimamente me estoy bajando en el paradero Ricardo Palma del Metropolitano, aunque no es el que queda más cerca a mi casa. Aparte de caminar, que me encanta, lo hago porque me gusta mirar a la gente. Cada uno tiene sus motivos para el people-watching, y el mío es muy simple: crearme primeras impresiones.

Puede que no suene muy políticamente correcto, pero la verdad yo no soy objetiva. Y en los últimos años he estado cultivando esta subjetividad. Jugando al error a veces se llegan a conclusiones correctas, como Max Planck y sus cuantos "discretos" de energía. ¿Qué si asumo que la gente está hecha de pedazos "discretos", posibles de ser ordenados en formas predecibles, si bien nunca perfectamente imitables? Probabilidades, matemáticas inconscientes, instinto, prejuicio. Nunca he sido orgullosa, de eso doy fe. Pero sí, estoy llena de prejuicios.

Nada es absoluto, evidentemente. Newton no discrimina entre la pelota que rebota en el vagón del tren y la que rebota en la vía afuera, y yo no discrimino sobre quién es bueno y quién es malo. Todo es relativo, hasta el mismo tiempo, como al mismo tiempo una persona puede ser el amor de la vida de alguien y la maldita perra de otra. El prejuicio, una vez aceptado, me libera de tener que justificar mis juicios de valor ante alguien. Vale decir "yo creo que es así" y darle a los otros -ellos - la libertad de dejarme persistir en mi error.

Va en orden descendiente, parece. Primero lo que veo. Con las personas de en Larco nunca llega más allá, pero es suficiente. Adivino formas, historias, sonrisas, escribo cuentos en mi cabeza de los que ellos son personajes, nunca protagonistas. Cada uno esconde miserias y maravillas de que sus cuerpos sugieren, sus medias sonrisas, sus hombros caídos. A todos los entiendo cuando no me importan. No me ciego.

Escuchar viene después. Escuchar con los ojos cerrados y con los ojos abiertos, ver cómo la verdad se delata en las comisuras de los labios, en las cejas, cómo sube un tono, baja otro, una letra se hace larga y se dice a sí misma que no. Que no es cierto, que está mintiendo, que es sólo un mecanismo de defensa para que el otro no se de cuenta. Escuchar involucra no hacer preguntas, dejar que cada uno cuente su historia, que la maquille, que la mienta, la deconstruya. Lo más importante no es lo que dicen, sino lo que quieren comunicar. Lo más importante no es la mentira, sino el por qué quieren mentir. O por qué quieren confiarme una verdad.

Lo difícil son los olores. Porque puedo cerrar los ojos y no ver, puedo ponerme el iPod y no escuchar. Pero una vez que un olor se mete dentro no sale. Para oler a alguien tengo que estar cerca, muy cerca, y un olor nunca puede callarse u ocultarse como un grano o una mala noticia. Detesto el olor de las personas del Metropolitano, las personas que no conozco y que tampoco quiero conocer. Es una cercanía forzada, personas que sólo me interesaría ver de lejos, con pinzas. Sin embargo no es el sudor mismo lo que me da asco.

Mi mamá les llama "humores", y me gusta esa palabra, porque involucra tanto sentimiento como olor. El humor es lo que sale de adentro, la máxima expresión de realidad. Mi prejuicio es máximo cuando se trata de los humores, y me involucro emocionalmente sin opción a dudar. O me gustan o no, no hay un punto medio. Aceptación o rechazo. Y la gran mayoría del tiempo es rechazo. Lo cual no es un problema.

El problema es cuando los acepto.

El problema fue cuando el tinte ácido del sudor del chico que estaba sentado en el sillón me gustó. Y cuando aprendí que el miedo también olía, el mismo miedo que su boca callaba y del que sus manos daban pistas. De eso hace años, pero nunca lo he olvidado. Cuando aprendí que lo que sale de una persona es el verdadero (adorable, despreciable, ineludible) yo.

Soy prejuiciosa porque las primeras impresiones de los humores no cambian. No hay secretos revelados, no hay versiones ni interpretaciones. Son. O no. Los humores no son sujetos a objetividad ni a razones. Por eso siempre les creo. Y me duelen cuando los pierdo, me desgarran cuando los extraño. Se meten debajo de la piel, y ahí se quedan siempre. Aunque me digan que los olvide, que los deje ir, que no valen la pena. Son ellos, míos. Como yo fui en un momento de ellos. Como (para qué engañarnos) lo sigo siendo.