viernes, 7 de junio de 2013

La caza

Yo le digo "la caza", porque eso es, específicamente: soy yo, de predador, cazando a una presa. No es cuestión de la presa, porque bien podría ser un chico u otro; un león no se come a una cebra porque específicamente le cae mal, se la come porque tiene hambre. Y yo tengo hambre. Hace tiempo.

No como donde cago. Me olvido hasta de sus nombres, y sólo quedan detalles que con el tiempo ya ni me hacen sonreír. Son victorias vacías reivindicando un pasado en el que la derrota era la única posibilidad. Fueron los años de soledad los que me enseñaron a seducir.

El martes volví a sentir esa adrenalina. Es un sentimiento de superioridad, una ilusión de ser todopoderosa, ver cómo una cabeza se mueve al ritmo que mi cuerpo le dicta, cómo esa boca busca la mía. Sonrío, como si fuera inocente de todo el asunto, mirándolos a los ojos, buscando esa sublime derrota que sólo los hombres guapos son capaces de capitular.

Cuando la caza termina igual la agresividad sigue por varios días, como un perro de pelea todavía con ganas de morder después de haber triunfado. Eventualmente se apaga y me tranquilizo. Son muy pocas las ocasiones en las que disfruto de sus recuerdos, y cuando lo hago es por segundos después de los que siento un rechazo todavía mayor. Es sólo cuando estoy tranquila que me doy cuenta de la patética verdad detrás.

La caza era la venganza de una adolescente sin sonrisa que buscaba en ella la belleza que había perdido. La victoria, cada vez más, es el triunfo de una mujer bonita que recuerda con nostalgia que ella también es presa. Cuando la adrenalina se evapora lo conquistado pierde casi todo su valor. Casi, digo. Porque aunque cada victoria fue vacía me dejó la confianza de saber que esta era una guerra que podía ganar. Que no era fea. Que mis presas podrían algún día quererme cazar.

Que algún día la caza dejaría de importar.