miércoles, 19 de febrero de 2014

La memoria de mis músculos (Fue un 14 de Setiembre)

Había sido el cumpleaños de mi hermanita. Me había colegiado unos días antes y en la ceremonia una chica me había hecho una pregunta sobre si para trabajar en el seguro social era necesario haber hecho SERUMS. La única persona que conocía de mi edad trabajando en el seguro era Óscar, y daba la casualidad de que seguía teniendo su número. Lo llamé pero no contestó. No le di importancia.

Era sábado de noche cuando me envió un SMS y y yo todavía estaba con el polo con el que había estado en la matiné. Le dije que viniera, vino, y luego fuimos a Wong a comprar vino. Conversamos como si sólo hubieran pasado dos días desde la última vez que nos vimos, en vez de dos años. Se sentía como si el tiempo se hubiese detenido en ese Noviembre pasado y alguien hubiera presionado “play” de nuevo.

Era yo. Era él. No había cambiado mucho, y yo tampoco. ¿Yo tampoco? No, sigues igualita. ¿Igualita a qué?

¿Igualita a quién?

Volvía a mí. Volvía a hablar como yo, y a opinar como yo, a tomar como yo, a dudar como yo. Volvía a ser no sólo vulnerable sino poderosa. Libre. La sangre volvía a mis músculos entumecidos y les recordaba cómo habían sentido antes, cómo se habían movido. Mi voz regresaba a mi garganta, sin miedo ni excusas.

Al día siguiente miraba mis manos como si fuera la primera vez que las hubiese visto en años. Movía cada uno de mis dedos, y sentía la fuerza de mi espalda enderezar mis vértebras. Mi piel sentía la brisa, mi lengua los sabores. Esa noche había regresado a mí misma; había regresado a la vida.

¿A dónde me había ido? ¿Quién había sido la que había estado ocupando mi cuerpo esos meses? ¿Acaso importaba? Óscar venía, salíamos juntos. La vida continuaba justo donde la había dejado, y no le importaba lo que había pasado en medio.

Me compré ropa nueva, usé un nuevo esmalte, conversé sobre mi presente en una sala con restos de pizza y un chilcano en la mano. Óscar tenía una charla y le iba a dar el encuentro en un barcito muy cerca. Llegó y nos besamos con sabor a vino de especias. Esa misma noche nos peleamos.

Hacía tiempo que no me peleaba así. Hacía demasiado tiempo que no había liberado mi agresividad sin miedo, sintiendo la justicia de mi reclamo, indiferente a sus consecuencias. Se fue sin decir palabra, y yo mantuve mi indignación bien puesta. Creo que fueron dos o tres semanas hasta que volvió a hablarme, y yo lo recibí con mi casaca de cuero y el beso que me había pedido por SMS. Era inesperadamente delicioso, pero faltaba algo.

¿Faltaba alguien?

Mi jefe me contó que Leo estaba con novia. Por qué mi jefe, de todas las personas que podían contármelo, fue el que me lo dijo se convirtió en una pregunta cruel y retórica sobre lo aguda que era mi soledad. Grité un rato, en el teléfono y en mi almohada, pero luego me pregunté, ¿por qué la angustia? Total… ¿cuánto tiempo había pasado ya? Óscar estaba en funciones y si él fallaba había por lo menos dos en espera. No era Leo, era que estaba con alguien, era que todos estaban con alguien y yo no era el alguien de nadie.

Terminé la relación con Óscar siguiendo un consejo que todavía considero bueno, y como la vez anterior no quedó resentimiento (creo). El primer golpe había pasado pero se avecinaba una tormenta en mi horizonte e instintivamente estaba cerrando mis ventanas y poniéndole contrachapado a mis puertas.

Suficientemente pronto Leo volvió a su estepa, dudando de su nueva novia, extrañando los viejos tiempos. Sus aullidos retumbaban en mis oídos, pero era otra la tormenta que vivía adentro. Óscar sólo era la evidencia de su recuerdo. Leo era la historia que yo había empezado porque no podía olvidarlo. No quería aceptarlo, no quería volver, había pasado demasiado tiempo, demasiadas cosas, demasiada agua bajo el puente, pero la verdad era innegable.

La memoria de mis músculos no lo había olvidado.

miércoles, 12 de febrero de 2014

De Gallos, Camarones, Surcos y Tamalitos

¿Cómo será mi piel junto a tu piel,
cardo o ceniza? 
- Chabuca Granda

Era el 2003. La segunda o tercera iteración del concurso de música criolla de Edelnor, para chicos de colegio; en realidad una de las pocas que recuerdo de esos años. Carmen y yo habíamos preparado cada una una canción.



Carmen era la que cantaba bonito. Ya había estado en la competencia, y desde niña, muy niña, había tenido mucho más interés en la música que yo. Había algo un poco herido, un poco temeroso, en sus movimientos. Era más alta, caía mejor, y no estaba exenta de dardos agudos con los que atacarme en son de defensa.

Evidentemente era mi mejor amiga y yo la adoraba, aunque tenía serias deficiencias al demostrarlo.

La canción del Gallo Camarón era muy simple a primera vista. Un gallo de pelea antes de su primera riña cantándole a su dueño que no se preocupase, que dejase de acariciarlo, que le quitase las trabas con que intentaba protegerlo. Le aseguraba con orgullo que había sido criado para reñir, le pedía que tuviese fe en su caña y en su casta. Porque él quería vivir venciendo, o morir matando.

No sé si en esa época alguna de las dos entendía lo profundo de la letra. Las lágrimas que Carmen quiso esconder cuando no pudo cantarla no necesitaron explicación alguna. Sus riñones habían vuelto a joder la pita. A mí me daba rabia, pena. Todavía no entendía muy bien cómo expresar ninguna, pero la letra que la había escuchado cantar tantas veces se quedó grabada a fuego en mi memoria. Carmen, a diferencia del Gallo Camarón, no había podido pelearla.




Yo había escuchado El Surco muchas veces, y sabía que algunas veces a solas había hecho llorar a mi papá. Me daba miedo cantarla; me daba miedo delatar alguna inconfesable y vergonzosa verdad.

Hablaba sobre fracasos. Un lucero que había germinado en infinita soledad, regado de oscuridad; una siembra echada a perder, el agua de un arroyo anhelante de libertad. El llanto de una hora triste escondido en el grito que se escondía en un canto cuyo único motivo era callar el llanto.

Me daba miedo, muchísimo miedo. Me daba miedo que mis papás se separaran y me daba miedo no entrar a la universidad y me daba miedo que ningún chico llegara a quererme. Me dio miedo cantar mi canción frente a un jurado sin Carmen a mi lado. No pasé más allá de la audición; mis papás concluyeron que era una distracción innecesaria y potencialmente dañina para mi desarrollo académico.


El Tamalito

Pasaron once años antes de que volviese a escuchar a Carmen cantar la suya, y que ella volviese a escucharme cantar la mía. Ella ya es soprano spinto, y ha tenido protagónicos en óperas con mucho éxito. Yo estoy a medio camino todavía de esa promesa académica en la que mis papás tienen tanta fe y han apoyado con tanto cariño, y a la cual ya quiero lanzarme de lleno, dispuesta a matar o morir.

Sigo cantando El Surco cuando tengo ganas de llorar.

Pero cuando tengo un ratito y miro a través de la ventana, todavía hay tamalitos que me esperan en la mañana.