viernes, 20 de noviembre de 2015

Noticias desde Pomabamba (el silencio de Dr. McStuffins)

- Yo no soy como estos serranos. –me dijo Daniel, despectivo. Estaba manejando la ambulancia del centro de salud por el camino afirmado de tierra. –Tienen doble personalidad.
- ¿A qué se refiere? –pregunté.
- Como se dice, son doble cara, hipócritas. Dicen una cosa, te saludan por un lado y por el otro te denuncian. Así son, todos.
- ¿De dónde es usted?
- Yo soy de Chimbote.

Daniel es el conductor de la ambulancia del centro de salud donde trabajo. Estábamos regresando de una charla que yo había dado sobre enfermedades de transmisión sexual y planificación familiar.

Cuando llegué a mi cuarto cerré las cortinas, me saqué la ropa y puse música en el celular. Sonreí al ver que mi mochila ya estaba casi completa.

Hacía casi dos meses que no abrazaba a nadie, pero en veintisiete horas iba a coger mi mochila e irme a Huaraz a pasar un fin de semana con el Principito. Un amigo con quien conversar, WiFi, pizza: placeres mayúsculos para mi muy frugal existencia Pomabambina.

A la mañana siguiente, ocho en punto de la mañana, las “noticias” penetraron el triplay del consultorio hasta mis oídos. Decir “noticias”, por supuesto, es cometer una gran injusticia contra la palabra: el periodismo peruano expide principalmente (sin vergüenza ni asco) historias amarillistas sobre la farándula limeña. Su público, mis compatriotas, consumen el contenido no sólo sin problemas sino con avidez.

¿Cómo logras que una población consienta y disfrute este tipo de basura radioactiva? Esto puede parecer un poco fuera de tema, pero me parece central a la narrativa peruana. Ignorar históricamente la educación de una población hasta el extremo de ser los penúltimos en el mundo en básicos como compresión lectora y razonamiento matemático es recluir su mente colectiva en algo mucho peor que una cárcel.

Abrí mi libro de anatomía y me sumergí en las válvulas del corazón y los músculos papilares. Resaltador rosado, naranja, amarillo y verde, anotaciones con mi pluma. No tengo la mínima responsabilidad de estudiar; no tengo ningún examen pronto ni existe alguna motivación externa, lo cual hace que estudie con más ahínco.

A eso de las ocho y media Ana, la enfermera encargada de la evaluación de CRED (crecimiento y desarrollo), me tocó la puerta.
- Entre. –dije.
- Doctora, hay un bebito que su corazón suena raro. A ver examínelo usted.

Subí al segundo piso, saludé al paciente y a su mamá y me fui al baño para lavarme las manos con clorhexidina. No hay caño con agua corriente en el primer piso.
- Hola, bebé. –dije, acercándome al recién nacido.

Me gustan los recién nacidos; los niños no mucho y la pediatría tampoco, pero los recién nacidos y la neonatología siempre me han gustado. Cuando estaba en la universidad el coordinador del curso de pediatría era un neonatólogo brillante y con una barbilla prominente: él mismo se había puesto de apodo Dr. Increíble, y en el grupo de los neonatólogos convenientemente había una que se parecía a Edna Mode.

Limpié mi estetoscopio con alcohol gel y lo cubrí un ratito con mi mano; me dio pena ponerlo de frente en el pechito desnudo del bebé.

Escuché el chu-chu inconfundible de un soplo en ferrocarril. Conducto arterioso persistente, UCI Neo, el Dr. Increíble, todo regresó a mi mente en un segundo. Indometacina.
- ¿Sabes por qué le pongo el pulsooxímetro en el lado derecho? –le preguntó el Dr. Increíble al residente de primer año de pediatría. Silencio.
- Circulación pre ductal. –dije yo después de varios segundos.
- Precisamente, bruja. –respondió el Dr. Increíble. Miró al residente y yo estuve segura de que mi intromisión no iba a quedar sin castigo: esa tarde me tocó evolucionar a los pacientes renales.

- Señora, ¿es su primer hijito? –pregunté, auscultándole la espalda. Chu-chu.
- Sí, doctora.

Cómo decirle a una mujer que su hijo tiene una anomalía cardiaca, parte 1: anatomía (versión extra light).
- Cuando los bebitos nacen su corazón tiene que pasar por muchos cambios; es diferente estar adentro en la barriga, sin oxígeno, y estar afuera respirando. El corazón de su hijito ha pasado por varios de esos cambios, pero parece que le falta uno. No es una malformación, todos los bebitos pasan por lo mismo, es sólo que su bebito se está demorando en cerrar una conexión entre dos arterias.

Parte 2: información adecuada a su nivel de educación y verdad sobre capacidad resolutiva mía y del establecimiento.
- Esto es lo que yo creo que está pasando con el corazón de su bebé, pero para confirmar el diagnóstico tiene que irse a un hospital y un cardiólogo le tiene que hacer una ecografía para ver cómo funciona el corazón; aquí en Pomabamba no tenemos medios para hacer ese tipo de diagnóstico.

Parte 3: Solución y esperanza.
- Podemos solucionarlo; se puede dar un medicamento para cerrar esta conexión, y si eso no sucede se puede hacer una operación. Miles de niños han pasado por esto mismo y ahora viven vidas completamente normales. Ahora, vamos al primer piso y le voy a hacer la referencia para que vayan a Chimbote y puedan ayudar a su bebé.

Parte 4: reza, si crees en algún dios, por no haberle arruinado el mundo a la pobre mujer. Si a) eres ateo como el Dr. McStuffins o b) tu teísmo (como el mío) ha sufrido un severo golpe cuando el 13 de Noviembre del 2015 un grupo de terroristas basados en enseñanzas teístas asesinaron a 129 personas en París, bueno, ahí es cuando tu salud mental puede fortalecerse.

Todas las mañanas a eso de las diez viene una señora vendiendo papa con ají y huevo sancochado. Ese jueves la señora trajo a una ayudante, una mujer joven y delgada llamada Gianina; el comentario era que hacía poco había dado a luz. Salí como de costumbre a comprar la papita con huevo y Daniel ya estaba afuera, comiendo su porción.

- Échale papa al caldo a la Oliva, está muy flaca. –dijo Daniel, mirando a la señora primero. –Oye, Oliva. Oliva. –dijo, refiriéndose a Gianina.
- No me digas Oliva, yo no te he dado confianzas para que me digas Oliva. –respondió Gianina, muy digna.
- ¿Y cómo quieres que te diga? –siguió molestando Daniel.
- Gianina.
- Oliva te empezó a decir el Jian, ¿no? Cuando estabas en el colegio. Ya muy flaca estás.

Miré a Gianina a los ojos, recibiendo el huevo sancochado que me ofrecía.

- Estás linda así, linda. Miles de mujeres quisieran tener un cuerpo así, especialmente después de haber dado a luz. Que nadie te diga que estás demasiado flaca.

El resto guardó silencio, el silencio que guardan porque yo soy la doctora y ellos no pueden confrontarme según la jerarquía moral de la sierra, jerarquía moral de la que evidentemente me aprovecho.
Media hora después vi un paciente ya conocido, profesor de uno de los varios colegios de la zona.
- Señorita. –me saluda.
- Doctora. –corrijo.
- Disculpe, doctora.
- Dígame, ¿qué lo trae a consulta?
- Señorita…
- Doctora – vuelvo a corregir.
- Doctora, doctora, disculpe. Estoy con la gastritis y la presión alta.

Revisé las funciones vitales que la enfermera le había tomado antes de entrar al consultorio: presión arterial 100/60.

- ¿A qué se refiere con la presión alta? –pregunto.
- La presión alta, me duele el cerebro y me da calor. –“Cerebro” en el argot local se refiere a la región occipital/nuca.
- ¿Fiebre?
- Calentura, nomás. –traducción: no me tomé la temperatura.
- ¿Vómitos, diarrea?
- Vómitos he tenido ayer en la noche, hoy día ya no.
- ¿Diarrea?
- Sí, hoy.
- ¿Cuántas veces?
- Varias veces he ido al baño. – usualmente pregunto ¿varias veces cuántas, tres, cinco, diez, quince?, pero ese día me salté a la siguiente pregunta.
- ¿Ha visto si hay moco o sangre en la diarrea?
- Sangre he visto.
- ¿En el ano o la misma diarrea?
- La misma diarrea era.
- Voy a examinarlo, échese en la camilla.

El paciente tenía una típica disentería; yo también la tuve la segunda semana que estuve aquí. No podía pedirle una reacción inflamatoria para confirmar el diagnóstico, ni un coprocultivo; aquí en Pomabamba no tengo pruebas de laboratorio, ninguna, ni siquiera un simple hemograma. Obviamente no tengo rayos X; tengo un ecógrafo pero el que funge de radiólogo me sorprendió una mañana encontrando una fractura de clavícula en la radiografía de un hombre que podía levantar ambos brazos hasta chocar con sus orejas.

Le receté un curso de antibióticos y me eché alcohol gel en las manos después de su insistencia en darme la mano como despedida y agradecimiento.

Minutos después vino una paciente pediátrica en brazos de su madre; ya desde que la vi me impresionaron sus ojos hundidos. La historia clínica era típica: vómitos y diarrea de tres días de evolución, fiebre, no sangre pero sí moco en el pañal. Justo cuando había terminado de examinar el abdomen y la piel de la paciente la madre levantó la cabeza con una expresión de temor en la mirada.
- ¿Qué pasa? –le pregunté.
- Mi esposo. –respondió. No nos conocemos, nunca antes nos habíamos visto pero sentí una complicidad femenina en su voz e instintivamente le cogí la muñeca. Yo estaba con ella.

Un hombre bajo, cinco centímetros más alto que yo, se nos acercó.
- Señorita. –saludó, serio.
- Doctora. –respondí, en un tono solícito.
Su expresión cambió súbitamente, sorpresa.
- Lo siento doctora, es que le digo señorita por respeto.
- ¿Si fuera hombre me diría señor? –movida agresiva de mi parte, lo sé, pero mi tono era inofensivo.
- No. –rió. ¿Ven? Todo es cuestión del tono.
- No soy señorita. –dije, dándole una última mirada a la niña. – Ana, una vía, un cloruro, STAT.
- ¿Es señora entonces? –preguntó el hombre.
- Soy doctora. Su hija está deshidratada, severamente; el problema con los niños de esta edad y la diarrea es que son muy pequeños y unos cuantos vómitos y deposiciones pueden deshidratarlos mucho más que a un adulto. Necesita ser rehidratada por vía endovenosa e iniciar tratamiento antibiótico porque su diarrea es probablemente infecciosa.
- Antibiótico. –repitió, fijando la idea.
- Sí. Lamentablemente no contamos con este antibiótico en el centro, ¿usted cree que podría comprarlo fuera? Aquí tiene la receta. –Ciprofloxacina y un litro de solución de rehidratación oral que tampoco tenemos en el centro.
- Sí señorita. Perdón, doctora.
- Muchas gracias. Mientras tanto vamos a ir hidratando.

El hombre salió del tópico y escuché a la mamá de mi paciente soltar el aire.

- ¿Qué pasa? –pregunté.
- Me culpa de que se haya enfermado mi hija.
- No es tu culpa. Es la culpa de una bacteria. A mí también me dio y tuve que tomar antibiótico. Voy a estar en esa puerta de ahí, ¿ya? –dije, señalando el consultorio. –Voy a venir a reevaluarla cada media hora; cualquier cosa me tocas la puerta.

A las doce pasan un programa de televisión, “Criollazos a las doce”, gran favorito del personal técnico y de vigilancia. Ese día en particular el vigilante prorrumpió en impromptu interpretativo y se puso a cantar en el vestíbulo un sentido “que somos amantes”.

Honestamente hubiera querido abrir la puerta y darle rienda suelta a mi agresividad: es un establecimiento de salud, no una peña. Pero voy a vivir aquí un año y no me conviene hacer enemigos. Llamé a Vicente, el operador, que es la persona con quien tengo más confianza en el centro (lo cual no quiere decir que lo aprecie más allá de lo meramente utilitario).
- Aló doctora, dígame.
- Vicente, por favor, dígales que bajen el volumen, esto no es una peña.

Abrí la puerta para reevaluar por segunda vez a mi paciente y vi a Casandra, la “pareja” de Daniel.

Casandra es joven, veinticinco años frente a los treinta y ocho de Daniel. Para los estándares de la porción de sierra rural en la que estoy viviendo a su edad y sin esposo, carrera o hijos se encuentra en una situación social relativamente deficiente. Aceptar ser la amante de un hombre casado pero con una esposa lejos en Chimbote, que además recibe un sueldo y es parte de una organización no es visto como una mala movida de su parte.

- ¿Cómo está mi paciente? –pregunté, entrando al tópico. Su mamá levantó la mirada, sonriente. La niña ya estaba despierta y con mucho mejor semblante.
- Está mejor. –me dijo.
- Vamos a empezar a hidratarla por vía oral, ¿ya? Va a empezar a tomar esto –señalé la solución de rehidratación oral sabor a fresa –y vamos a ver cómo va.
- Muchas gracias, doctora.
- No te preocupes. Para eso estoy.

Regresé al consultorio pero no abrí mi libro inmediatamente; estaba revisando mi celular cuando escuché la voz de Daniel alzarse frente a la cacofonía del televisor.
- Yo estoy casado, ¿tú que te crees? Yo tengo mi esposa.

Cerré los ojos y tomé aire profundamente mientras buscaba mis audífonos en el bolsillo.

Una hora después mi paciente estaba tomando ávidamente la solución de rehidratación oral y a las dos en punto me despedí del personal y aceleré el paso cuando escuché que un grupo se ponía a discutir la pelea entre Daniel y Casandra. Durante los próximos tres días ninguno iba a existir en mi vida.

Caminé hacia mi cuarto con mis lentes puestos y una capa fresca de bloqueador. A 3068 metros sobre el nivel del mar el sol y el frío son cosa seria; mis lentes de sol reflejaban el rojo en sus lunas. En la esquina vi a una ex paciente mía que había venido a atenderse con una complicada pielonefritis hacía unas semanas. La saludé con un simple “señora” porque no me acordaba su nombre.
- Señora, cómo está.
- ¡Doctora!
- ¿Cómo está señora, qué tal sigue? –le pregunté.
- Ya estoy mejor, doctora, ya estoy mejor. –me cogió una mano entre las suyas y remangó un poquito mi manga para poder tocarme la muñeca. –Le agradezco mucho, doctora, estaba mal, doctora, mal. Yo sé que siempre sufro de infección urinaria pero si no hubiera sido por usted doctora...
- No se preocupe, señora, más bien me alegro de que ya se encuentre mejor.
- Siempre me quiero atender con usted, doctora, me da más confianza. Yo sé que estaba mal pero usted me curó, doctora.
- Me alegro mucho de que ya esté bien, señora.
- Ay doctorcita linda, muchas gracias a usted. Que Dios la bendiga, doctora.

Me abrazó bajo el poderoso (pero frío) sol Pomabambino. Era el primer abrazo que había tenido en casi dos meses y había nacido del impulso de un corazón agradecido.

- Gracias a usted, señora. –contesté. –Gracias a usted.

Nos despedimos y seguí mi camino. Publiqué en Twitter “Hay pocas cosas más bonitas que cuando un paciente te abraza agradecido por sentirse mejor :) #Pomabamba #SERUMS”. Dudé un par de minutos, tal vez tres: le escribí a Dr. McStuffins, traduciéndole la misma frase. Le sigo escribiendo a pesar de su (según él ocupado) silencio porque estoy enamorada de él.

Tomar un bus interprovincial que pasa por el cañón más profundo del mundo (el cañón del Pato) con la mitad del camino no asfaltado y en época de lluvias no sólo habla de la absoluta indiferencia de los gobernantes peruanos por su país sino de lo intensa que es mi sed de contacto. Sí, yo sé, el nuevo disco de Adele acaba de salir (y no voy a confirmar ni negar estar escuchándolo en este momento) pero realmente extraño abrazar a alguien, echados en una cama y viendo HBO.

No es HBO en sí, y no es “alguien”, es él. Sí, yo sé que mis escritos son la evidencia de que no es la primera vez que me meto en este rodeo (hello, Houston), pero… ¡cómo lo quería! Me toco las mejillas intentando recordar lo áspero de su barba y cierro los ojos recordando la expresión de los suyos; ya borré las conversaciones del whatsapp de mi celular para no estar revisándolas a cada rato pero no necesito verlas para recordarlo. Nunca he estado ciega; mis amigos siempre se chocaban con la pared de que yo sabía cuán huevón era mi enamorado de turno, pero él… él era diferente.

Alejé el pensamiento de mi mente cuando urgencias más tangibles sacudieron el bus en una forma lo suficientemente peligrosa para que mi reacción de lucha o escape se activase a plenitud. ¿Cuán terrible pueden ser los caminos de la sierra, en serio? ¿Por qué yo como limeña tenía más derecho a una pista asfaltada que los Pomabambinos? ¿No somos todos peruanos, no tenemos todos los mismos derechos? Es revelador cómo el patriotismo que me llevó a meterme a lo profundo de la sierra peruana, una vez enfrentada con su realidad, prácticamente ha desaparecido.

Tomé aire y me debatí por centésima vez en el dilema que me ha estado plagando desde la primera semana de mi SERUMS. ¿Quiero quedarme aquí? Logística aparte, ¿quiero quedarme en el Perú? Porque, mira, esto es el Perú. Lima, que conoces, es sólo una parte pequeña del país que dices amar. Amor no quita conocimiento, eso siempre lo dicho, pero la pregunta ahora es si conocimiento quita amor. Aferrada al bolso que contenía mi preciada laptop añoré con mucha sinceridad el irme a USA, y no por él, no por Dr. McStuffins, sino por mí. Yo en USA.

Eventualmente y gracias a Dios (perdonen la inconsistencia) llegué a Huaraz sana y salva. Tomé un taxi hasta el hotel en el que me iba a quedar con el Principito. Tenía un par de horas para dormir hasta que su bus llegara desde Lima; puse la alarma de mi celular y me eché un rato.

El bus del Principito llegó con quince minutos de retraso; al verlo sentí una urgencia como de llanto en mi garganta que ahogué en un suspiro desafinado. Las puertas se abrieron y después de varios desconocidos aparecieron él y su mochila. Mis brazos se abrieron instantáneamente y la sonrisa de mi boca iluminó sus ojos; era un hermoso rayo de sol sobre la nieve.

- Hola… –dije, casi en un susurro. Tomé aire profundamente dejando mi cabeza caer desde mi cuello, mis hombros relajándose. Ya no estaba sola.
- Hola. ¿Cómo estás?
- Mejor. ¿Tú?
- También. Te extrañé.
Bajó su cara a la mía y me dio un beso en la mejilla, sus brazos rodeándome. Inspiré profundamente con la nariz hundida en su pecho. Tomamos un taxi; ya estaba amaneciendo en Huaraz.

- Has bajado de peso. Se te ve bien. –pasó el brazo por encima de mis hombros y me recosté en él.
- La comida en Pomabamba no es muy buena pero el resultado es positivo. –Acurruqué mi cabeza contra su pecho y lo quise muchísimo sin preocuparme sobre si debía moderarme o no. –Te quiero.
- Yo también.
Sonreí abrazándolo de vuelta con un solo brazo. La urgencia de mis labios por curvarse hacia abajo y romper en llanto me visitó de nuevo pero la desahogué en una mueca. Nos quedamos abrazados hasta que llegamos al hotel y él bajó su mochila.
- No es muy glamoroso, pero no está mal, y estamos al costado de la plaza. –dije, excusándome.
- No te preocupes. Con la que tenga una cama y agua caliente yo soy feliz.
- Y WiFi. No muy rápido pero algo es algo.

Subimos las escaleras hacia la recepción y luego las que llevaban al cuarto.

- ¿Qué tal Pomabamba?
- Los paisajes son bonitos.
- Ah. –Entendió.
- Es una oportunidad, de todas formas. Plata.
- Plata. –asintió el Principito.
- Conocer mi país. Ayudar a quien pueda. ¿Qué podía hacer, igual? USA se supone que ya fue. –pensé en Dr. McStuffins y su silencio. –Si voy a hacer la residencia aquí tengo que hacer el SERUMS. En todo caso ya di los STEPs, tengo las dos puertas abiertas.
- Cierto. Es inteligente de tu parte.

Es cierto, aunque controversial.

- Gracias. –le di un beso en el hombro.

Entramos al cuarto y el Principito se echó en la cama, cogiendo el control remoto.
- ¿Noticias? –preguntó, prendiendo el televisor.
- No desvirtúes la palabra. –dije, frunciendo el ceño.
- ¿Qué?
- Eso no son noticias, es basura radioactiva amarillista. ¿Las has visto últimamente?
- No, sólo... –guardó silencio. –Se me ocurrió por la hora. ¿Película?
- Por favor. –dije, forzando una sonrisa.

Me eché a su lado y dirigí mi cara hacia el televisor pero no estaba prestando atención a la pantalla.
- Me duele. –dije después de unos minutos.
- ¿Qué cosa?
- Perú.

Me miró en silencio y me cogió la mano, apretándomela. No había nada que decir.

martes, 10 de noviembre de 2015

Maldita Moneda

Ayer tomé una siesta en la tarde y tuve una pesadilla. Soñé que estaba tirando una moneda al aire, haciéndole preguntas. ¿Me voy a casar? ¿Voy a ser feliz? Cruz, cruz. ¿Voy a quedarme sola? Cara.

Me desperté llorando; había una moneda de 5 soles en mi velador. Abracé mi almohada deseando que fuera alguien y miré a la moneda como se mira a un enemigo. Tenía tanto amor en mi pecho y mi almohada era lo único a lo que podía dárselo.

Cerré los ojos intentando imaginar; canté una canción y confesé cariño, respondí preguntas hipotéticas. Me sumergí en mis ensoñaciones rechazando al mundo real.

Me acaricié la cara deseando que fuera otra mano y no la mía. Masajeé mi rodilla deseando con toda el alma que lejos otra piel la pudiera sentir; me apoyé en la almohada de nuevo y la humedecí de mis lágrimas.

Quise decirle que era mi luz del sol. Que la noche larga había terminado y que él había amanecido en mi cama. Pero estaba sola en mi cuarto de Pomabamba, y una maldita moneda me había dicho que no iba a ser feliz.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

La canción del ex hijo único y la reivindicada

Dom estaba callado. Estábamos en su departamento, y él había cogido una cerveza apenas llegamos de almorzar con sus papás. Ya iba por la tercera.

Anteriormente yo habría entrado en ansiedad. "Ya no me quiere", "me va a dejar", "está con otra". Pero suficiente tiempo había pasado para reconocer al otro por sí mismo.
- ¿Qué pasa? –le pregunté.
Me miró súbitamente avergonzado, como si lo hubiera visto desnudo. Asumo que recordó que usualmente lo veo desnudo y se relajó un poco. Tomó aire.
- Mi papá tiene una amante. –soltó.

Puta madre. No lo dije, no sé si lo pensé pero lo sentí. Es inconfundible.
- Lo siento. –respondí. Le busqué los ojos y me estaban mirando. Abrió un brazo y subí a él, apoyando mi mentón en su cuello.
- Se llama Laura. Tiene treinta y siete años y trabajan juntos. Está embarazada.

Su boca economizaba las palabras con un deseo de deshacerse de ellas lo más rápido posible. Toda una historia de insatisfacción, deseo y traición podía resumirse, los detalles eran innecesarios y no bienvenidos.
- ¿Tu mamá sabe?
- Todavía.
Nos quedamos callados. Mis pies estaban fríos.
- Dice que lo hace sentir vivo. –dijo. Sonrió con tristeza. –Pero no puedo dejar de pensar que es por la plata.

Su mano derecha quiso hacerse puño pero se detuvo a sí misma; se sintió dolorosamente familiar. Cogí su puño entre mis manos y le di un beso.
- No sé cómo mirar a mi mamá. No sé… no puedo hablarle, tiene que decirle pronto, ya me siento pésimo por no haberle dicho apenas me enteré. De repente ella cree que todo está bien. –tomó aire. – ¿Tú sabías? –me miró.
- ¿Cuando…? Sí.
- ¿Y cómo hacías?
- Mentía.
Suena feo, pero es cierto. Tomé aire e intenté explicarme.
- Yo no creo que sea adecuado contarle eso a un hijo. Yo creo que la relación de pareja sólo debe involucrar a la pareja. Contarle a un hijo esas cosas no sólo me parece egoísta, sino cobarde –suspiré, molesta. –En mi caso yo mentía porque era más fácil.
- ¿No sentías culpa?
- Mucha. Pero con el tiempo entendí que yo estaba haciendo lo que necesitaba para vivir. La culpa era de mi papá por ser infiel, no mía por guardar el secreto.
Me acarició el antebrazo.
- ¿Un bebé a los cincuenta y ocho años? ¿Te parece sensato? –preguntó retóricamente.
- No. ¿Te dijo qué va a hacer?
- Le va a decir a mi mamá.
- Pídele que no le diga que tú sabes. Es suficiente sentirse traicionada por una persona.
- Sí, tienes razón.
- Mejor llámalo ahorita.

Dom cogió el celular y llamó a su papá; no se demoró mucho, pero yo me fui poniendo los zapatos para despedirme. Creí que tenía muchas cosas que pensar y que le iba a ser más fácil sin mí ahí.
- Quédate. –dijo, después de colgar.
- Vamos a mi casa a recoger mi ropa. –dije.
- Vamos. –dijo, cogiendo las llaves del carro.
- Caminemos.
- O.K.
Nunca recogimos mi ropa; se echó en mi cama apenas llegamos y antes de que yo hubiera terminado de escoger lo que me iba a poner el día siguiente ya se había metido entre mis sábanas, una cabeza humana con cuerpo de gusano gordo bajo la colcha.

Tal vez es porque por veintiún años fui hija única y he estado acostumbrada a estar sola toda mi vida, pero mientras Dom se quedaba dormido a mi lado me di cuenta de que si hubiese podido tenerlo me habría encantado dormir con alguien cuando pasé por lo mismo. La única vez que lloré se armó un pequeño escándalo en mi cuarto, y mi papá comentó que había pensado equivocadamente que yo era lo suficientemente madura para lidiar con el tema; me indicó que me pusiera una almohada en la cara para que los vecinos no escucharan mi llanto.

La mañana siguiente Dom se levantó muy temprano para ir a su departamento a cambiarse y hacer su maletín de mano; en la noche tenía pichanga con sus amigos. Esa misma noche mientras Dom corría tras una pelota yo estaba sentada en mi cama, peinándome. Mis almohadas todavía olían a él.

El celular sonó con un mensajito. Seguí peinándome, segura de que si era una conversación incipiente sonarían más, pero pasaron dos minutos y el celular seguía en silencio. Dejé el cepillo a un lado y chequeé con curiosidad.
“Hola” Leí.
Sorpresa, era Leo.
“hola” respondí.
Hacía tiempo que no hablábamos.

Los días siguientes se sucedieron sin sobresaltos ni nuevas noticias. Dom ignoró el tema por completo y vale mencionar que conversamos bastante. Yo no hacía ninguna alusión, por supuesto; lo peor que hacer cuando una herida está cicatrizando es tocarla mucho. Exactamente ocho días después de la primera revelación del papá de Dom me llegó un mensaje en el whatsapp.
“Quiere que la conozca”

Me acordé de los CD’s. Los CD’s que ella quemaba con mi música favorita, canciones que yo no podía encontrar fácilmente en la época en la que bajarse música era dificilísimo; les ponía coverarts bonitos impresos en stickers para CD. Me acordé de la foto panorámica que me regaló para que pintase; me acordé de las impresiones perfectas de árboles coloridos. Me acordé de cuando mi papá llegaba a las diez de la noche en punto todos los miércoles. Y eso sólo había sido el comienzo.

“Te llamo” escribí.

En su momento la sentí, pero aprendí a ocultarla: me habían enseñado a mentir muy bien. Ver a Dom pasar por la misma situación me hizo sentirla de nuevo, esta vez sin el mitigante del cariño. Ira.
- No sé qué hacer. –dijo.
- ¿Ya le dijo a tu mamá?
- Todavía.
- No lo hagas. No la conozcas antes de que tu mamá sepa.
- No, ¿no?
- No necesitas esa culpa.
- Tienes razón.

Colgué y respiré profundo, molesta. La situación de Dom se siente particularmente cercana porque es muy parecida a la que yo viví; ¿cuánta de esa compasión era compasión a la que yo fui? Tuve ganas de abrazar a Dom y protegerlo de lo que a mí nadie me protegió, pero lo único que pasó fue que le mandé varios emoticones cariñosos y eventualmente él fue a su pichanga de la noche. Era lunes, yo estaba en el consultorio y él en el quirófano, teníamos responsabilidades. El mundo no se acaba porque uno está herido.

(Sin embargo por muy cierto que sea eso, por muy real que sea que uno puede tener el corazón roto pero igual tiene que seguir pagando la luz y sacando al pasear al perro, es bonito saber que no estás solo, que hay alguien a quien le importa tu sufrimiento.)

El viernes cociné una cena para los dos. Regresé relativamente temprano del trabajo y me dediqué a cortar, limpiar, hervir y macerar, música suave sonando. No fue hasta un momento de silencio en la playlist que tomé consciencia del momento, lo que estaba haciendo, cómo en esas acciones estaba el amor que le tengo a Dom. La estrofa que sucedió al silencio me retrotrajo al 2009, la primera vez que estuve con Ícaro. “La soledad es un paso firme que no he podido obligarme a dar.” Dejé el cuchillo y me apoyé en la mesa cerrando los ojos, recordando la letra.

Ícaro había sido el primer enamorado al que se me había ocurrido cocinarle; la canción tenía una frase, “y qué felicidad hacerte la cena, y qué seguridad saber que me esperas. Y el tiempo pasará, el sol se apagará, y todo lo que sentiste fue normal.” Mi papá me había pasado esa canción; decía que le hacía acordar a mí.

Tengo la suerte de no tener duda alguna del amor que mi papá me tiene, pero sé que ese amor, grande y profundo como es, está contaminado de sus ideas. Siempre fiel a su filosofía de que la felicidad no existe sino sólo los momentos felices, la canción que me había pasado me ponía en perspectiva que por mucho que quisiera a mi enamoradito de turno era muy probable que eso terminara también.

Tuve de ganas de llorar, porque él había tenido razón y yo no. Mi historia con Ícaro había terminado, y varias otras también. ¿Me pasaría lo mismo otra vez, volvería a acordarme de la última vez que le cociné a alguien la cena? El peso de mi cuerpo venció mis rodillas y apoyé mi frente en mis brazos, ahogando un sollozo. Dudé en pedirle a Dios que no me quitara a Dom, tantas veces le había pedido que no me quitase a alguien que quería e igual lo había hecho. La canción terminó, tomé aire y me soné la nariz antes de seguir cortando los tomates que iba a cocinar.

Dom llegó dos horas después con un beso y el pelo un poco aplastado. Sacamos juntos a Rex y abrió la botella de vino que había traído con él; Rex estuvo engriéndose con nosotros un rato hasta que le dio frío y subió a mi cuarto a acurrucarse en su rincón.

Serví la entrada en los platos de vajilla italiana y Dom sirvió el vino en copas de cristal alemán. Prendí las velas azules que había puesto en el comedor y sonreí, disfrutando el momento. Dom me cogió una mano y acarició el dorso con su pulgar, acercándome a su boca.
- Te quiero. –dijo, mirándome a los ojos.
- Yo también.
Apretó mi mano y la dejó, cogiendo sus cubiertos.
- Hoy fui a ver a mi papá. –dijo, empezando la conversación.
- ¿Ah, sí?
- Sí. No lo había visto desde… el domingo, ese domingo.
- Wow.
Boris Stier (el papá de Dom) trabaja en la SanTo, y su sitio de estacionamiento está al lado del de Dom.
- ¿Y qué tal?
- Está súper emocionado. Por… –se cortó. Decir “tu hermanito” habría sido supremamente estúpido.
- ¿Ya saben el sexo? –pregunté.
- Es hombre. Creo que le van a poner Mauricio, pero… –movió las manos, como queriendo deshacerse del tema. –La verdad no sé qué debo sentir.
- Nada. –respondí.
- ¿Qué?
- Nada. No debes sentir nada, los sentimientos no son un deber, simplemente existen o no. –lo miré a los ojos.
- ¿Tú sentiste algo cuando…?
- Celos. Rechazo, también. No me gustaba cuando mi papá venía y olía a talco de bebé.
- ¿En serio?
- En serio.
- Anoche en Wong evité el corredor de bebés como si fuera la plaga. –dijo, con una sonrisa ladeada. Suspiró. –La verdad no siento que lo quiera. Sí, yo sé, va a ser mi hermano, pero… no sé, siento que Gustavo es mucho más mi hermano de lo que ese niño alguna vez vaya a ser. Podría ser mi hijo. O sea, podría totalmente ser mi hijo, sin roche.
- Sí. –Sé cómo se siente. –Pero el tiempo ayuda.
- Se supone que cuando lo cargue voy a tener todos estos sentimientos.
- Podría ser, pero si no sucede tampoco deberías culparte.
- ¿A ti te funcionó?
- No. Pero también yo soy recontra inmadura…
Rió.
- ¿Sabes en lo que he estado pensando todo el día?
- Nope. Dime.
- ¿Cómo hacía Boris –Boris, no “mi papá” –para dormir en la misma cama con mi mamá sabiendo que su amante estaba embarazada?
- ¿Ya no duermen juntos?
- No sé, no he preguntado –negó rápidamente con la cabeza, un escalofrío en su cuello –y tampoco quiero saber, pero… puta madre.
- Sorry.
- No, no, no eres tú, es… puta madre.
- Sí.
Puta madre, indeed.
- ¿Tú crees que sea genético?
- ¿Qué cosa?
- La infidelidad.
- Yo creo que el comportamiento humano es demasiado complejo para ser reducido a una causa genética, a un neurotransmisor que no hace su trabajo. ¿Te preocupa que sea genético?
- ¿A ti?
- No.
Sonrió, reconfortado. Me di cuenta que había tomado mi respuesta como que no me importaba si él tenía un componente genético de infidelidad, cuando yo la había interpretado como si a mí me preocupara el componente genético de infidelidad que yo tengo; preferí no corregirlo porque de todas maneras tenía razón, no me importa. Habíamos terminado la entrada.

- Voy a traer el pulpo. ¿Me ayudas con la maderita?

Fuimos a la cocina y destapé la cacerola donde estaba el pulpo; el vapor se había condensado en la tapa, y el ají panca envolvía el resto de los olores como un terciopelo.
- Huele rico, ¿no? –Volteé a coger las manoplas, y Dom puso sus manos en mis hombros, subiendo hasta mi cuello.
- Eres tan sexy. –susurró. Solté las manos de la cacerola, cogiéndole los codos con las manoplas aún calientes. Volteé para besarlo, y no pude resistir morderle un poco el labio.
- ¿Tás con hambre? –susurró, antes de morderme la oreja. Me abrazó, alejándome de la cocina, y se sentó en uno de los bancos, ambos a la misma altura.

- ¿Alguna vez has estado con alguien que ya estaba con otra persona? –preguntó.
- ¿Tú?
- Sí. ¿Tú?
- También.
- ¿Cuándo?
- Antes de que nos volviéramos a ver.
- ¿Casado?
- No, pero tenía enamorada.
- ¿Lo conozco?
- No.
- ¿Y qué pasó?
- Fui a su departamento.
- ¿Tiraron?
- No. Casi todas las paredes tenían un cuadro o pintura que su enamorada le había regalado.
- Ala mierda.
- Sí. Entré a esa casa y me di cuenta que el amor vivía ahí; tuve que esconderme en la sombra de una refrigeradora.
Estiré mi mano, tocando el borde de la mesa.
- Su corazón latía como un tambor de guerra; parecía una arritmia, y se lo dije, pero me dijo que era la emoción de estar conmigo. Me dio asco. Me di asco, y pena también.  

Me saqué una manopla, cogí la mano de Dom y entrecrucé mis dedos con los suyos. Vi cómo mi piel canela contrasta con su palidez invernal y luego lo miré a los ojos.
- El martes siguiente te vi. Justo el domingo mi papá había hecho un comentario que escuché de casualidad: decía que le daba miedo que me quedara sola porque estaba buscando al hombre perfecto.
- ¿Y lo encontraste?
- Parece que sí.

Seguimos besándonos, la cacerola destapada, el silencio de una noche de viernes en Miraflores.
- ¿Cómo fue contigo? –pregunté. – ¿Estaba casada?
- No.
- ¿Tiraron?
- Sí.
- ¿Más de una vez?
- Sí. –rió.
- ¿Valió la pena?
- Lo hice por joda. Ella quería que estuviéramos, pero…
- Tú no.
- No. –me miró, súbitamente serio. –Qué mal, ¿no?
- ¿La engañaste? –pregunté.
- ¿A qué te refieres?
- O sea, le dijiste que ibas a estar con ella, que la querías…
- No, sólo le dije que le tenía ganas y ya. Fue al toque, tres veces. No fue muy bueno tampoco.

Lo abracé, recostando mi cabeza en su hombro. La pequeña sesión chape - confesionario se había sentido sexy en una forma medio prohibida, pero se había terminado.
- ¿Qué piensas? –pregunté.
- Intento no pensar.

Cuando subimos Rex ya estaba durmiendo, echado en su mantita de polar. Dom prendió la tele y se sacó la ropa metódicamente, doblando cada prenda y dejándola en la silla. Se quedó en bóxers y se echó en la cama.

Nos abrazamos, su olor inundando mis sábanas. Sus manos estaban heladas, y cuando me tocó la espalda no pude evitar arquearla.
- Sólo porque te quiero… –dije.
- Es que estás calientita. –dijo, dándome un beso en la sien. Me sacó el sostén con esos dedos de White Walker.
- Mi bisabuela decía “cuatro piernas bien cruzadas abrigan más que veinticuatro frazadas”. –dije, entrecruzando mis piernas con las de él.
- ¿Conociste a tu bisabuela?
- Sí, cuando era chiquita. Pero mi papá era el que me decía eso, sobre su abuela. Era muy dada a los refranes, mi abuela tiene un cuaderno con todos apuntados.
- Yo no conocí a mi bisabuela. Se quedó en Alemania.
- ¿Tu papá la conoció?
- Sí. Iban al mercado, y cuando regresaban probaban toda la salchicha. Wurst. – rió. –Cuando vivía en la casa mi papá y yo íbamos a Wong a comprar los jueves en la noche, queso, vino, chela y Wurst, todos los jueves.
- ¿Y cuando regresaban probaban toda la Wurst?
- Toda. –sonrió.

Hicimos el amor en una forma inesperadamente tierna, familiar. Besé su espalda, acaricié sus muslos, lo hice rendirse ante el poder inconfesable de mi boca mientras él decía que era mío, que podía tatuarlo, ponerle una bandera, lo que quisiera. Me abrazó y me besó mientras me veía mirarlo, absolutamente suya, cada centímetro de mi cuerpo, cada resquicio de mi alma. “Dios”, decía el ateo cuando lo besaba en el cuello; cuando se lo hice notar dijo que no tenía ningún problema con la palabra, porque en esa instancia yo era divina.

Ya era cerca a las doce, yo me estaba quedando dormida, Dom estaba viendo una de las de Fast and the Furious.
- No sé si voy a volver a tener una de esas. –dijo.
- ¿Mh?
Me desperté, volteando a ver la tele. Era una escena en la que todos los personajes almuerzan juntos.
- Probablemente sí. –dije. –No va a ser igual, pero de todas formas nunca nada es igual.

Se quedó callado, mirando la película. Le di un beso y movió sus dedos en mi pelo un par de veces. Apoyé mi cabeza en su pecho, escuchando el latido de su corazón. Era como si todo tuviese sentido; todas las veces que mis historias acabaron, todas las veces que le tuve que decir adiós no solo a quien me dejaba sino a quien yo pude haber sido.

- No quiero dejar de abrazarte nunca. –dijo. –Te amo.
Me gustó como lo dijo, tan factualmente, tan es-algo-obvio, sin buscar una respuesta o con implicancias ulteriores. Toqué la punta de mi nariz con la suya.
- Yo también. –respondí.

- Lo sé.