miércoles, 30 de marzo de 2016

La mirada insistente y azul (El maravilloso Herr McDreamy)

Me había acostado a las dos y algo, después de haber estado en la cocina con Sean y terminado de hacer mi mochila. Eran las cuatro y no me acuerdo cuando me desperté, me puse ropa y salí de mi casa en el taxi que había pedido por teléfono.

Iba al aeropuerto, regresando a Pomabamba. Había pasado la mejor semana santa de mi vida (hasta el momento) en Lima, mi Lima, en mi Miraflores y con mi perro a los pies. La despedida de mi cuarto y el Malecón se sentía mucho menos dramática que la primera; ya no iba en viaje épico a lo desconocido, sino que regresaba a la que ahora es mi realidad.

Llegué, hice el check-in, me comí las donas de rigor (tengo esa costumbre antes de irme de viaje, comerme una dona en el aeropuerto) y entré a la sala de embarque. Estaba con mis shorts de jean favoritos, una blusa blanca vaporosa con detalles verde agua, mangas tres cuartos y mis havaianas doradas. Tenía sueño, había dormido dos horas, pero no pude evitar notar el par de hombres que entraron a la sala de embarque. ¿Irían en mi vuelo también?

Un pequeño bus nos llevó desde la sala de embarque hasta el pequeño avión que nos iba a llevar a Huaraz. En el bus estaban los dos hombres, uno de ellos con la mirada muy insistente y azul. ¿Me estaba mirando a mí, o era yo la que lo había mirado primero? Me puse a hablar en medio español con un ingeniero italiano que sufría profundamente en una parte mucho más civilizada de Ancash que la que yo vivo, pero lo reconforté asintiendo y validando sus quejas. Sin tener que mirarlo sabía que esos ojos azules estaban posados en mí.

Entramos a la avioneta y yo me senté en mi sitio, junto a la ventana. Él pasó a mi lado, y le sonreí; me sonrió de vuelta.
- ¿Nos conocemos? –pregunté.
- No.
- Ah, porque me estabas mirando bastante.

Su amigo, el otro hombre con el que había estado en la sala de embarque, se sentó detrás mío, haciendo bromas sobre que el amigo tenía “mirada de loco”, intentando solaparla. El avión despegó y yo subí mis piernas al asiento vacío que tenía al lado, despidiéndome de Lima a través de la ventana.

Me di cuenta de que me seguía mirando, no tan insistentemente como antes, pero definitivamente seguía ahí. Nos dieron un pequeño refrigerio, y haciéndome la tonta le pregunté si quería mi galleta: obviamente no estaba mirando mi galleta, pero me pareció una forma directa y al mismo tiempo gentil de hacerle saber que sabía.

Aterrizamos en el aeropuerto de Anta, a 20 minutos de Huaraz, exactamente cuarenta y nueve minutos después. Estábamos a 3200 metros sobre el nivel del mar, y a 10 grados Celsius. Salí del avión, estirando mis brazos, respirando el aire de Ancash. No tenía frío.

- ¿Te vas a quedar así todo el día? –preguntó él, ya en la sala para recoger nuestras maletas.
- ¡No!, tengo ropa en mi mochila, salí de mi casa y me puse esto.
- ¿Y no tienes frío?
- No. –sonreí. Sonrió de vuelta.

Su nombre era perfecto, y lo voy a dejar ahí; para efectos prácticos voy a referirme a él como Rafael. Rafael es mitad bávaro, mitad limeño; tiene un español clarísimo, con el más tenue de los acentos. Es cálido: sus ojos, su sonrisa, su temperamento, y tiene en grado sumo la admiración tan conmovedora que foráneos sienten por el Perú, un país tan acostumbrado a autoflagelarse con justa razón.

Le pedí por favor si me podía jalar hasta Huaraz en su taxi, y su amigo no puso obstáculo alguno. Rafael y yo nos sentamos atrás, el amigo adelante, y empezamos a presentarnos y contarnos quiénes éramos el uno al otro. Él es director de teatro, yo soy médico; él estudió en Viena, yo en Lima. Yo ayudo a la gente de Pomabamba preocupándome por su salud; él organizaba talleres para los niños refugiados en Austria. Él tiene un anillo en el dedo anular; yo no.

Llegamos a la plaza de armas de Huaraz y nos despedimos; por un momento pensé que iba a ser para siempre, pero justo cuando había salido del taxi me pidió mi nombre completo y mi celular. Se los di, nos despedimos y entré a mi hotel.

Tomé desayuno, compré mi pasaje para Pomabamba, me eché a dormir. Salí a almorzar tarde, un canadiense anónimo (en serio, ya no me acuerdo su nombre) se sentó en mi mesa y conversamos largo rato antes de regresar a mi cuarto a rehacer mi mochila, escuchar Charlie Parker y aprovechar el WiFi.

Durante todo ese tiempo pensé en Rafael, el de la mirada insistente, el del anillo en el dedo. Eran las seis y quince cuando me llamó; mi bus iba a salir a las siete, pero le dije que sí quería salir con él y su amigo a comer algo por la ciudad. ¿Qué perdía quedándome doce horas más? Estaba lloviendo, además: quedarme podría considerarse la decisión más segura.

Nos encontramos en la plaza y fuimos al lugar de un suizo que queda cerca, chorizos al por mayor y cervezas artesanales de rigor. Me senté junto a su amigo, que rozaba su rodilla con la mía, o el borde de su mano con mi muslo; era mucho más un intento sofisticado de un adulto a acercarse a otro que simple torpeza, y me hizo sentir muy bien. El amigo tiene 36 años; Rafael tiene 34. Ambos creían que yo era menor de lo que soy, y me hicieron muchísimas preguntas concretas sobre Pomabamba

¿Por qué estoy aquí? ¿Cómo es? Me habían hecho esas dos preguntas tantas veces los últimos días que había podido por fin escribir una historia coherente, una historia que no sólo podía decirle a los demás sino contarme a mí misma. La primera parte de la respuesta es que estoy haciendo mi SERUMS: es un programa del estado peruano para profesionales de salud, necesario para poder trabajar luego en un hospital público después, y en los médicos es necesario para poder aplicar a la residencia.

La obligatoriedad del SERUMS se entiende al entender el sistema de salud del Perú, profundamente limitado en recursos tanto de infraestructura como humanos. Sin serumistas (dícese de aquél haciendo su SERUMS), las comunidades más alejadas no tendrían acceso a salud, punto. 

De alguna manera se podría decir que tengo que estar aquí, pero esa respuesta no es realmente cierta. Tenía, tuve y gracias a Dios todavía tengo otras oportunidades, oportunidades que me permitían irme lejos y no tener que hacer este año en la puna. Tuve también muchas otras opciones: con las notas que tenía prácticamente habría podido escoger la mejor de las plazas, pero antes de saber lo ventajoso de mi posición ya había decidido venir aquí, y cuando supe que no tenía impedimentos simplemente seguí con mi decisión.

Quería conocer los Andes del Perú; conozco otros países y hablo otros idiomas y jamás había estado en la sierra de mi país. En la época en la que había decidido venir aquí Imago me había hecho recordar una canción de Eddie Vedder, Rise: “I’m gonna rise up, find my direction magnetically.” La brújula que había guiado cada viaje de mi vida había sido interna, no externa; mi alma decía Ancash, y a Ancash había ido.

Dr. McStuffins había expresado su admiración por el trabajo que estaba haciendo, allá por las épocas en la que todavía nos hablábamos; yo estaba más enfocada en el agua marrón que salía de mi caño y mi lucha constante con la falta de recursos. Sentada en el restaurante de un suizo que radicaba en Huaraz escuché la admiración de esos dos hombres desconocidos, explícitamente expresada en las palabras de ambos. La esperanza, el orgullo y el bienestar que se había estado formando como nebulosa en la última semana se cristalizó en ese preciso momento.

Salimos del lugar y fuimos a otro, también con cervezas artesanales. El amigo de Rafael abdicó, y por un momento temí que se iban a ir los dos juntos.

Una lucha se libraba en mi interior, pero sabía que no había forma que uno de los lados saliera ganando. Ahora que lo pienso, era la misma lucha que había librado muchos años atrás, en el 2009, cuando pasé el que hasta ese momento había sido el mejor fin de semana de mi vida junto al Elfo, sabiendo que en Lima Ícaro me esperaba.

El excelentísimo español de Rafael necesitaba de ayudas de vez en cuando: “tangible”, “escéptico”, palabras que sólo un conocimiento profundo del lenguaje podría requerir. Se sentía, me sentía como si estuviéramos hablando en un mismo idioma, mezcla de español, inglés y alemán, donde las palabras fluían armoniosas porque el alma de cada uno sabía lo que el otro quería significar.

Para él yo había sido una aparición regia, inesperada, larger than life en mis shorts cortos y mi blusa holgada aterrizando en la puna, recogiendo mis piernas en el avión “como Cleopatra”, morena y misteriosa, una presencia tan grande que era imposible de ignorar.

Cada uno tenía que regresar a su mundo. Caminamos en la noche de Huaraz, él hablando sobre el drama del granizo y la lluvia, yo hablando sobre lo difícil que es mantenerme fiel a mis principios. Le pedí que caminásemos lento, para extender el tiempo que nos quedaba, porque sabía que nunca más lo iba a ver; me dijo que me entendía perfectamente.

Para mí él fue un ángel caído del cielo diciéndome que me mantuviese el rumbo, que no me rindiera, que siga luchando. En cierta forma se siente como si me estuviera despidiendo del alma gemela que tuve en algún tiempo remoto, como si hubiera sido mi esposo en otra vida, como si fuera alguien mucho más importante de lo que algunas horas lo hubieran podido convertir.

Herr McDreamy. Le deseo absolutamente todo lo mejor, aunque sé que de repente sería mejor no volver a vernos. El saber que existe es suficiente para mantener mi fe en que algún día yo voy a ser igual de feliz que él. 

miércoles, 9 de marzo de 2016

Y sigue el Miedo

Sigue el Miedo. Ahora es por otra cosa.

Siempre dije que quería luchar, que quería mejorar las cosas. El miedo es una parte integral de eso, aparentemente.

No bajo mi cabeza ni doy un paso atrás pero mi corazón late rápido y tengo frío en las manos.

Sé que tengo aliados pero no están aquí, sólo yo estoy aquí.

Y voy a luchar.