Había sido el cumpleaños de mi
hermanita. Me había colegiado unos días antes y en la ceremonia una chica me
había hecho una pregunta sobre si para trabajar en el seguro social era
necesario haber hecho SERUMS. La única persona que conocía de mi edad
trabajando en el seguro era Óscar, y daba la casualidad de que seguía teniendo
su número. Lo llamé pero no contestó. No le di importancia.
Era sábado de noche cuando me
envió un SMS y y yo todavía estaba con el polo con el que había estado en la
matiné. Le dije que viniera, vino, y luego fuimos a Wong a comprar vino.
Conversamos como si sólo hubieran pasado dos días desde la última vez que nos
vimos, en vez de dos años. Se sentía como si el tiempo se hubiese detenido en
ese Noviembre pasado y alguien hubiera presionado “play” de nuevo.
Era yo. Era él. No había
cambiado mucho, y yo tampoco. ¿Yo tampoco? No, sigues igualita. ¿Igualita a
qué?
¿Igualita a quién?
Volvía a mí. Volvía a hablar
como yo, y a opinar como yo, a tomar como yo, a dudar como yo. Volvía a ser no
sólo vulnerable sino poderosa. Libre. La sangre volvía a mis músculos
entumecidos y les recordaba cómo habían sentido antes, cómo se habían movido.
Mi voz regresaba a mi garganta, sin miedo ni excusas.
Al día siguiente miraba mis
manos como si fuera la primera vez que las hubiese visto en años. Movía cada
uno de mis dedos, y sentía la fuerza de mi espalda enderezar mis vértebras. Mi
piel sentía la brisa, mi lengua los sabores. Esa noche había regresado a mí
misma; había regresado a la vida.
¿A dónde me había ido? ¿Quién
había sido la que había estado ocupando mi cuerpo esos meses? ¿Acaso importaba?
Óscar venía, salíamos juntos. La vida continuaba justo donde la había dejado, y
no le importaba lo que había pasado en medio.
Me compré ropa nueva, usé un
nuevo esmalte, conversé sobre mi presente en una sala con restos de pizza y un
chilcano en la mano. Óscar tenía una charla y le iba a dar el encuentro en un
barcito muy cerca. Llegó y nos besamos con sabor a vino de especias. Esa misma
noche nos peleamos.
Hacía tiempo que no me peleaba
así. Hacía demasiado tiempo que no había liberado mi agresividad sin miedo,
sintiendo la justicia de mi reclamo, indiferente a sus consecuencias. Se fue
sin decir palabra, y yo mantuve mi indignación bien puesta. Creo que fueron dos
o tres semanas hasta que volvió a hablarme, y yo lo recibí con mi casaca de
cuero y el beso que me había pedido por SMS. Era inesperadamente delicioso,
pero faltaba algo.
¿Faltaba alguien?
Mi jefe me contó que Leo estaba
con novia. Por qué mi jefe, de todas las personas que podían contármelo, fue el
que me lo dijo se convirtió en una pregunta cruel y retórica sobre lo aguda que
era mi soledad. Grité un rato, en el teléfono y en mi almohada, pero luego me
pregunté, ¿por qué la angustia? Total… ¿cuánto tiempo había pasado ya? Óscar
estaba en funciones y si él fallaba había por lo menos dos en espera. No era
Leo, era que estaba con alguien, era que todos estaban con alguien y yo no era
el alguien de nadie.
Terminé la relación con Óscar siguiendo
un consejo que todavía considero bueno, y como la vez anterior no quedó
resentimiento (creo). El primer golpe había pasado pero se avecinaba una
tormenta en mi horizonte e instintivamente estaba cerrando mis ventanas y
poniéndole contrachapado a mis puertas.
Suficientemente pronto Leo
volvió a su estepa, dudando de su nueva novia, extrañando los viejos tiempos.
Sus aullidos retumbaban en mis oídos, pero era otra la tormenta que vivía
adentro. Óscar sólo era la evidencia de su recuerdo. Leo era la historia que yo
había empezado porque no podía olvidarlo. No quería aceptarlo, no quería
volver, había pasado demasiado tiempo, demasiadas cosas, demasiada agua bajo el
puente, pero la verdad era innegable.
La memoria de mis músculos no lo
había olvidado.