El recipiente de vidrio en el
que mi mamá llevaba su almuerzo se había caído abruptamente, deshaciéndose en
mil pedazos. El cuchillo que estaba cortando hígado había cortado
inintencionalmente un pedacito de pulgar. La blusa rosada había estado a
segundos de quemarse bajo la plancha.
Mary Condori se levanta todos
los días antes de las cuatro de la mañana para cocinar la comida en su casa.
Toma un micro ya más o menos lleno a eso de las cinco, y llega a la puerta de
mi casa a más tardar a las seis y diez. Su vida es parecida a la de los otros
nueve millones de vidas que trascurren en Lima, pero dos días antes le había
sucedido una tragedia doméstica: su perrito se había perdido.
- Bonitas botas. –dijo Dom.
- Gracias. –respondí. Subí al
carro, cerré la puerta y volteé a mirarlo. Nos acercamos para darnos el beso de
saludo protocolar y volvimos a nuestros sitios.
- Pensé que ibas a usar la blusa
rosada. –dijo él.
- Tuvo un accidente.
Dom y yo estábamos yendo a una
parrillada en Cieneguilla, en la sierra chic de Lima. Uno de sus amigos, que
casualmente tiene caballos, la estaba organizando por no me acuerdo qué. Dom
estaba con el pelo cuidadosamente desordenado, una camisa a cuadros azul claro,
tradicionales pantalones beige y zapatos marrones. Yo estaba con mis botas
negras hasta la rodilla, una faldita negra, chompa color hueso y el pelo más
largo que he tenido en años. La radio sonaba, Dom cantaba un poco y yo sonreía
mientras intentaba olvidar el hambre.
Súbitamente un carro nos cerró
en la avenida.
- ¡Cholo de mierda! –escuché.
Pasamos el carro, bajé las manos y las apoyé en mi regazo. No hubo otros
inconvenientes para llegar.
Cómo Dom y yo habíamos vuelto a
hablarnos había sido muy típico de la forma de ser de los dos. El Dr. Dominic Stier,
cirujano joven y exitoso de la Clínica Santo Tomás (la mejor clínica de Lima)
estaba pasando visita a uno de sus pacientes, escribiendo en la historia
clínica con una pluma elegantísima que comunicaba sin vergüenza al todo el que
la viera cuánto dinero tenía su dueño. Yo, cubriendo a uno de mis profesores
ahora vueltos amigos, había ido a pasar visita a un paciente suyo y estaba
acercándome al counter para hacer mi nota cuando escuché por lo bajo un “carajo”.
- ¿Qué fue? –pregunté, como si
sólo hubieran pasado dos horas de habernos visto y no cuatro años.
- Se me acabó la tinta. –dijo,
levantando la vista. No había necesitado verme para saber quién era.
- Toma. –dije, sacando mi pluma
de veinte soles de mi bolsillo y extendiéndosela. La cogió.
- ¿Tienes algo que hacer en la
noche? –dijo, bajando la vista de nuevo a su historia.
- No.
Fuimos al Tanta del Real Plaza y
cada uno se pidió un chilcano. Él estaba con una camisa blanca y una corbata
lila, su saco negro colgado en el respaldar de su silla, su muñeca izquierda
reluciente con un reloj precioso. Yo estaba con un pantalón y ballerinas beige,
polo blanco, collar de perlas y mi saquito azul marino; se me veía bien.
- Terminaste con Leo. –empezó.
- Hace tiempo. –dije, tomando un
sorbo. Hacía mucho que no pensaba en él.
- ¿Qué fue?
- ¿Qué sabes? –Dom sólo estaba
tentando el terreno. Era obvio que sabía.
- Por ahí me contaron que había
sido por un tema de racismo.
- Marcelo. –concluí.
- Él fue el que te contó lo de
Camila, ¿no?
- No. –mentí.
- No tienes que cubrirlo, ya
pasó mucho tiempo. –dijo, con un tono admirativo en su voz.
- Sí fue cierto lo del racismo,
por lo menos hasta donde yo sé, pero también hubo un traslape al final.
- ¿Tuyo o suyo?
- Suyo. Pero no me quejo, o sea,
igual no era una buena relación.
- Si no te molesta que te saque
la vuelta es que tú también fuiste infiel.
- Técnicamente nunca estuvimos.
–dije. Dom soltó una carcajada muy varonil.
- ¿Otro chilcano?
- Sí.
Chilcanos, alitas, comentarios
sobre la boda de Marcelo a la que ninguno había sido invitado, la conversación
era igual de cómoda que cuando estábamos los dos en scrubs, las piernas
levantadas en sillas, evolucionando a nuestros pacientes.
- Pensé que te ibas a ir a USA. –dijo.
- Yo también. –lo miré
sonriendo. Entendió.
- ¿Después de que termines vas a
venir a la clínica?
- Puede ser. Primero tengo que
terminar.
- Necesitamos un psiquiatra
residente, por lo menos. Tres sería ideal. Dirección médica está desesperada
pero tampoco podemos meter cualquier cosa.
- “Podemos”. –repetí. El papá de
Dom es accionista de la clínica.
- Sigues igual de joda. Más
flaca, pero igual de joda. –paró y se miró a sí mismo. – ¿Y yo? ¿Cómo sigo?
Dom ya era guapo cuando lo conocí,
del tipo aristocrático, delgado, longuilíneo. El tiempo sólo lo había vuelto
más hombre, más cuajado.
- Guapísimo. –respondí en
honestidad. Sonrió satisfecho de sí mismo.
- Por lo menos no te ha
aumentado la miopía.
- Error, me aumentó.
- ¿En serio?
- Sí, soy un topo.
- Tampoco es que hayas sido un
lince antes. ¿Cuánto estás?
- 6.5 y 4.5
- Ah, como yo.
- ¿Qué? –mi corazón latió un
poquito.
- Yo me operé, ¿no sabías?
- Para nada.
- Sí, hace tiempo.
¿Mencioné que me gustan los
miopes? No sé si es parte de la imprimación de mi primer enamorado o mi
narcisismo isomeral, pero entre las cualidades que me gustan en un hombre la
miopía es una de las que más me enternecen.
Ese noche fue martes. En la
semana seguimos hablando por Whatsapp y Facebook, y el sábado quedamos para una
semi maratón de episodios escogidos de Evangelion en su departamento, previa
parada en Wong para abastecernos de cerveza.
El departamento de Dom queda
cerca a mi casa, en el último piso de uno de los edificios de Barranco que mira
a la quebrada Armendáriz. Me hizo un pequeño tour del lugar, todo bonito y
decorado mucho más a mi gusto que su fabulosa casa de San Isidro.
- Por si acaso –dijo, cuando
entramos a su enorme baño con walk-in closet –aquí tengo otro cepillo de
dientes. –Se agachó al aparador debajo del lavatorio y sacó un cepillo de
dientes azul, todavía en su paquete.
Sonreí, consciente de la
implicancia.
- Gracias.
Nos sentamos en el gran sofá de
la sala, uno al lado del otro, cada uno con su cerveza. Dom me ofreció la mano
izquierda, que tomé con mi derecha. Me sorprendió y me conmovió su gentileza;
imaginaba que si iba a pasar algo (obviamente imaginaba que iba a pasar algo)
iba a ser mucho más dominante de su parte, y no el gesto dulce que fue.
Poco a poco fuimos acercándonos
más; yo me apoyé en su hombro, él me abrazó, yo me saqué los zapatos y subí los
pies encima del sofá, él apoyó sus piernas en la mesa ratona.
- Me muero de ganas de besarte.
–dijo, mirando todavía el televisor.
Acaricié su mentón con la punta
de mi nariz hasta llegar a la mandíbula y le di un beso suave en el cuello.
Cogió mi mentón con sus dedos y me guió hasta sus labios. Nos besamos, abrazados,
recostándonos en el sofá. El capítulo terminó, la cancioncita de Fly me to the
Moon cantada por una japonesita anónima terminó también. El súbito silencio nos
sorprendió.
- No vamos a seguir viendo, ¿no?
–dijo, sonriendo encima de mí.
- No creo.
- ¿Quieres que ponga música?
- Sí.
Se levantó, sus medias azules
contrastando con la alfombra crema hecha de retazos de piel de alpaca.
- ¿Sugerencias? –preguntó.
- Fleetwood Mac.
- Spotify. –dijo. Bajé la mano y
toqué la alfombra, suavecísima al tacto.
- Qué rica es tu alfombra.
- Sí, ¿no?
Movió los pies y sonrió
inocentemente, como una oveja.
“Gypsy” empezó a sonar en su
equipo, tan perfectamente calibrado que se sentía como si el sonido nos
estuviera envolviendo. Regresó al sofá, echándose encima de mí con una sonrisa
preciosa Nos caímos en cámara lenta hacia la alfombra, besándonos; su barba
arañaba mi piel, su mano derecha aprisionaba mi muñeca izquierda por encima de
mi cabeza, su mano izquierda detrás de mi cintura, mis dedos acariciaban su
cabeza desde la nuca.
Hacíamos pausas, me arreglaba el
pelo, se sacó la chompa y la mía (“levanta los brazos”, dijo, y por un momento
pensé que me iba a sacar todo de un solo tirón, pero sólo mi chompa salió). Nos
decíamos cuánto nos gustábamos y qué sorprendidos estábamos de lo que estaba
sucediendo. Una media hora (o fácil dos horas después, no vi el reloj) nos
separamos un ratito y nos miramos a los ojos.
- Tengo hambre. –dije, muy
seria.
- Yo también. –respondió, igual
de serio.
Estallamos en risas, él
escondiendo su cara en mi cuello, yo abrazándolo con los dos brazos.
Fuimos a comer hamburguesas a un
taller que queda muy cerca a mi casa, y después de haber acabado le dije que
sería mejor que me fuera a mi casa. Caminamos de la mano por la calle, dándonos
besos de vez en cuando, y fuimos al malecón a abrazarnos un ratito. Llegué a la
puerta de mi casa a las 12 en punto, como cenicienta.
El sábado siguiente a ese era la
fiesta de cumpleaños de Imago, y lo esperado era una reunión de la familia de
trastienda, mi grupo de amigos. Por una u otra razón a lo largo del tiempo
nunca había llevado a algún chico con el que estuviera saliendo a esas reuniones;
en el momento había sido más por problemas logísticos, pero en retrospectiva me
gustaba no haberlo hecho.
La mayoría de los hombres (Imago,
Fenret, Loko, Caimán y los otros amigos de Imago) estaban jugando Smash
mientras los otros miembros de la familia (Qaleidoscopio, su enamorado, Vikinga
y yo) suplían las funciones que el anfitrión estaba demasiado distraído para
cumplir. Dom iba a llegar después porque tenía una sala programada hasta las
nueve de la noche, pero se apareció con un par de twelve packs de cerveza que
lo hizo ser muy bienvenido en el torneo de la PC Master Race.
Después de dejar que gane y
pierda un par de veces lo llevé a la cocina. Cortamos panes, pusimos chorizos
recién salidos de la parrilla que Qaleidoscopio y su enamorado estaban
manejando.
- Puede que no parezca, pero que
estés aquí es un privilegio. –le dije en un momento.
- Sí lo sé.
La diferencia entre ese sábado
de reunión íntima y la escena con la que me encontré en Cieneguilla era
abismal. El fundo (no sé con qué otro nombre decirle) se veía a lo lejos, y el
grupo de Dom estaba reunido en pequeños grupos de cinco o seis personas, cada
uno con un trago preparado por un barman, un trecho muy largo desde mis amigos
con cervezas jugando play en la sala de su casa.
Nos unimos al grupo de Gustavo,
el mejor amigo de Dom. La conversación fluía ininterrumpida, convenientemente
sazonada por indiscreciones de origen alcohólico que sólo se harían cada vez
más frecuentes con el pasar de las horas. La honestidad y su hermana melliza la
indiscreción son de las más peligrosas hijas adoptivas del alcohol y se
encuentran especialmente presentes en grupos de amigos que se envidian secretamente.
Años antes las personas de ese
círculo social me intimidaban, especialmente las mujeres perfectamente
arregladas y conscientes de ello; ahora que muchas de su tipo eran mis
pacientes lo que sentía era una honestísima indiferencia. El tema de
conversación del momento era la dificultad de una de las enamoradas/esposas de
los amigos de Dom para colocar los últimos dos cachorros de la camada que había
tenido su perra, una Jack Russel Terrier de pura raza.
- Ya no sé qué hacer con las
últimas dos. –dijo ella. Volteó a mirarme y un pensamiento la sorprendió. – ¿Tú
no quisieras una?
- No gracias –dije. –Ya tengo a
Rex. Es... –me interrumpí. – ¿Espera, las estás regalando?
- Sí.
- ¿Jack Russell Terrier?
- Sí.
Saqué mi celular de la cartera y
busqué mi lista de contactos, Mary Condori.
- Yo no lo quiero, pero justo
mi… –me volví a interrumpir, mirándola. –Voy a llamar, un ratito.
He de confesar ante ustedes
hermanos que por un par de estúpidos segundos se me ocurrió a pensar en las
reservas sociales que considerarían inapropiado que una cachorra finísima,
controlada con ecografías en su embarazo y con collar de cuero hecho a medida
fuese a terminar de mascota de una empleada del hogar en San Juan de
Miraflores. Gracias a Dios recuperé el sentido lo suficientemente pronto para
no sólo darme cuenta de que la perrita sería probablemente más feliz en San
Juan de Miraflores, libre y capaz de hacer amigos en vez de restringida a una
correa, sino de que de repente 1) el perrito de Mary ya había regresado a su
casa o 2) ella no quería un cachorro de repuesto.
Mantuve mi celular en la mano un
momento, mirando el paisaje, y me distraje con la sombra de un caballo negro
que se veía a contraluz. Me acerqué a la verja que nos separaba, hecha de
madera sin pintar; el caballo no me hizo caso alguno.
- Lindo, ¿no? –dijo Dom,
acercándoseme con dos copas de vino.
- Hermoso. ¿Es para
competencias? No parece de trabajo.
- No sé. ¿Quieres que le
pregunte a Augusto?
- No. –volteé, sonriendo.
–Quédate conmigo. –bajé mi mano derecha y Dom la cogió.
- ¿Te he presentado a mi papá?
–preguntó.
- Nope.
- Debería.
- ¿Deberías? –Hacerme la tonta
no me sale bien con un par de tragos encima.
Me miró con la certeza de quien
sabe que está cogiendo una mentira. Tomó un sorbo de su copa, dejándome
entender lo que no era necesario explicar.
Un mozo se nos acercó a decirnos
que la parrilla ya estaba lista y súbitamente recordé que hacía menos de tres
horas el primer insulto que había salido de su boca era cholo de mierda, y yo
soy chola.
- ¿Te puedo hacer una pregunta
incómoda? –dije.
- ¿Cuándo alguna de tus
preguntas no ha sido incómoda?
Reí.
- Dale, pregunta. Tengo una idea
de qué se trata.
- Tú sabes que soy chola, ¿no?
- Eres trigueña, sí. –dijo,
sorprendido. Aparentemente la idea que tenía no era la misma que yo.
- Trigueña, sí.
- ¿Por qué preguntas esto?
- Porque no le dijiste trigueño
de mierda al que te cerró en la Vía Expresa.
Dom tomó aire, bajó la mirada y apoyó
su copa en la verja. Pensé que se iba a quedar callado; el Dom de antes lo
hubiera hecho.
- No quise ofenderte cuando dije
eso. No pensé, no te consi –se cortó.
- No me consideras chola.
–completé.
- Es diferente, el imbécil casi
me choca.
- Sí sé, pero no le dijiste
imbécil ni estúpido ni cojudo, le dijiste cholo de mierda. –respondí, con un
tono de ligera decepción.
Guardamos silencio, pero
nuestros dedos seguían entrelazados, nuestras manos unidas con la misma fuerza.
- ¿Tienes miedo de que haga lo
que Leo hizo contigo? –preguntó Dom, rompiendo el silencio.
Me cogió desprevenida. Pensé
unos instantes, sintiendo una sorprendente claridad.
- En realidad tengo más miedo de
que hagas conmigo lo que hiciste con Mariana. –dije.
Sonrió, consciente de sí mismo.
- No creo que suceda. –dijo.
–Específicamente porque yo no soy Leo y tú no eres Mariana.
- Cierto.
Apoyé mi cabeza en su hombro y
pasó su brazo por encima.
- ¿Quieres, Gabriela, estar
conmigo, Dominic?
- Sí.
Esa fue la primera vez que
alguien me preguntó si quería ser su enamorada. Sí, yo sé, he tenido enamorados
antes, pero la determinación de nuestra situación nunca había sido en forma de
pregunta; la primera vez me gritaron, la segunda me informaron, y las dos
relaciones estables que tuve después fueron tácitas, en esa indeterminación
resbaladiza que me hacía sentir permanentemente insegura. Las palabras y la
formalidad que conllevaban tenían un peso muy valioso para mí.
- Mañana te recojo a la una.
–dijo. Miró mi chompa, como si recordara algo. – No me contaste qué pasó con la
blusa rosada.
- Mary casi la quema.
- ¿Mary?
- Mi empleada.
- ¿Así? ¿Qué le dijiste?
- Nada. –tomé un sorbo de vino.
–Estaba teniendo un mal día. Se le cayó el pyrex de mi mamá, se cortó el dedo
mientras estaba cortando la carne…
- ¿Y no le dijeron nada?
- No, es que está triste, antes
de ayer se le escapó su perro.
- Pero eso no es motivo…
- Estaba llorando mientras
lavaba la ropa. No te pases, si Rex se perdiera yo también me pondría así.
Dom hizo una mueca que asumo que
quería ser de empatía y yo levanté su mano para darle un beso.
- La esposa de Augusto tiene un
par de cachorras que le sobran. –dije.
Dom chuckled; sí, sorry por el Spanglish pero no puedo encontrar una
palabra exacta para definir la risa corta que no es sonrisa pero tampoco
carcajada ni risa risa.
- Me parece una excelente idea. –dijo, con la misma
mirada de niño rico consentido que le conocí en el pabellón.
Le di un beso en los labios y
saqué mi celular. Mary no contestó a la primera (me mandó a buzón de voz) pero
en el segundo timbrazo de la segunda llamada escuché su voz aguda.
- ¿Sí Grabielita?
- Mary, ¿ya has conseguido un
nuevo perrito?
- No, Grabiela, todavía estamos
buscando.
- Una de las amigas de mi enamorado
–esa frase sonó increíble –tiene una cachorra que está regalando. Es hembra, y
es pequeña, no va a crecer mucho. ¿La quisieras?
- ¡Ay Grabiela! Gracias, muchas
gracias, te lo voy a agradecer.
- Perfecto. Conversamos el
lunes.
- Muchas gracias, Grabielita.
Que el Señor te bendiga.
- A ti también Mary, cuídate,
nos vemos.
Colgué, metí de nuevo mi celular
en la cartera y le di un beso en el hombro a Dom. El atardecer estaba llegando
sin el dramatismo de las nubes naranjas del verano, pero de todas formas la luz
dorada del sol que se escondía hacía que el paisaje se viera hermoso.
- ¿Todo esto es de Augusto? –
pregunté, señalando la vista con la cabeza.
- De su papá, sí. Enorme, ¿no?
- Sí… es increíble. Deben tener
muchísimo dinero.
- Yo también. –respondió, una
sonrisa autosuficiente. –Y soy hijo único.
- Lo sé.
Regresamos al grupo y comimos la
parrillada, que estaba excelente y sabía aún mejor porque Dom me dio de comer
cada bocado. Me enteré de detalles de la vida privada de personas desconocidas,
tomé una cantidad indeterminada de copas de vino, consecuentemente fui más de
dos veces al baño (que era muy elegante y estaba ecuestremente decorado) y a
eso de las diez Dom me apretó la mano, comunicándome que ya nos íbamos. Me
despedí afectuosamente de todos mis nuevos conocidos, especialmente de María
Fe, la esposa de Augusto, porque habíamos quedado que Dom iba a recoger a la
cachorra el lunes.
Ya estábamos a mitad de camino en
la manejada de vuelta a Lima cuando puso pausa en su música.
- Pon lo tuyo. –dijo,
desconectando su celular.
No existe el hombre perfecto. Su
gusto en música es excelente para una fiesta de sábado en la tarde en la playa y
no está nada mal para cantar en el carro, pero de vez en cuando me gusta
escuchar indie o recordar mi pasado affair gótico - metalero. ¿Pido mucho?
Probablemente.
- Siempre he pensado que te
gustan cosas raras. –dijo, mientras conectaba mi celular.
- Tienes mucha razón.
Puse The Killers, Mr. Brightside. Quería
ir despacio; ya habría tiempo para el metal industrial alemán.
- Poooota qué buena canción…
–empezó. –Pensé que ibas a poner un huayno para matarme un poco.
- ¿Qué?
- Nada, nada, me encanta esta
canción, hace años que no la escucho.
- Acabas de ponerme en jaque.
- ¿Por qué?
- No tengo ningún huayno aquí.
- ¿Ah no? –dijo, haciéndose el
sorprendido. – ¿Ni música criolla?
- Eva Ayllón, creo. –cogí mi
celular y busqué “Eva”. Eva
Ayllón, Evanescence, Evans the Death.
- Un año en Pomabamba y ni un
huayno. –dijo, con un poco de sorna; asumo que se sintió reivindicado. –
¿Tienes algo de Grupo 5?
- No. Sé que el hermano menor
fue a Berklee e hizo que su orquesta sinfónica tocara la música de Grupo 5.
- Ala mierda, ¿en serio?
- Sí.
- ¿Dónde te enteraste?
- El Panfleto. –un pasquín
SanchezCerrista de antropología práctica experto en meter el dedo en la llaga
urbano marginal peruana.
. ¿Te sabes la letra de esta? He takes off her dress, now, let me go… –empezó a cantar.
- And I
just can’t look, it’s killing me and taking control. –seguimos los dos
juntos.
Cantamos a voz en cuello, el
camino libre, acercándonos a la noche de cielo rosado limeña. Sonreí y reí, mi
corazón henchido de felicidad; me di cuenta que ese momento, los dos en el
carro, era uno de los momentos que iba a recordar el resto de mi vida.
Cuando Mr. Brightside terminó
desconecté mi celular y conecté el suyo.
- Pon Grupo 5. –dije.
Sonrió y no dijo nada. Tampoco
necesitaba hacerlo.
Metal industrial alemán; tengo
varios amigos alemanes que ni siquiera saben que existen esos grupos en su país
y se saben la letra completa, en español,
de La Camisa Negra. Asumo que por eso somos amigos: el que considero mi
refinado gusto es sumamente ignorante de la realidad mucho más cercana que me
rodea.
Mientras Dom cantaba con
bastante sentimiento una estrofa (es bien afinado, de verdad canta bonito) me
acordé de un documental que había visto hacía años, Sigo siendo. Es sobre la
música tradicional peruana, selva, sierra y costa, norte, centro y sur. Había
un violinista excelso cuyo trabajo de día era heladero; me acordé que había
pensado que de repente lo había visto alguna vez en los caminos de Lima, y
jamás habría reparado más de un segundo en él. Probablemente si me hubieran
pedido una opinión en frío no se me habría ocurrido que un personaje tan
anodino podría ser capaz de tal belleza.
Miré fuera de la ventana,
buscando a las personas que nos rodeaban, los pasajeros de micros regresando
cansados a sus casas o tal vez saliendo a trabajar la noche. ¿Qué canciones
escuchaban ellos? ¿Cuáles eran las letras que cantarían con sentimiento? ¿Qué
escucha Mary cuando escucha música, por ejemplo? ¿Con qué canción llora? La
mujer pasa siete horas de lunes a sábado en mi casa hace siete años y ni
siquiera sé cuál es su grupo favorito.
Llegamos a mi casa y Dom estacionó
frente a mi garaje. El imbécil del Audi blanco de al lado estaba a punto de
estacionarse bloqueando mi garaje, como hace a menudo, pero al ver la camioneta
Porsche retrocedió y se estacionó en su lugar.
- Sana y salva, en la puerta de
tu casa. ¿Te acompaño?
- Hoy no. Mañana.
¿La verdad? Sí, quería que fuera
especial y todo pero digamos el 80% de mi negativa tenía que ver con que no me
había depilado.
- O.K. Mañana te recojo a la una.
Y después vamos a mi casa.
Sonreí de manera cómplice y lo
besé con ganas; fue difícil no decir a la mierda, que entrara, pero sólo tenía
que esperar medio día más.
No voy a entrar en detalles,
pero la (cortísima) espera valió absolutamente la pena y mucho más.
Miré fuera de la ventana,
buscando a las personas que nos rodeaban, los pasajeros de micros regresando
cansados a sus casas o tal vez saliendo a trabajar la noche. ¿Qué canciones
escuchaban ellos? ¿Cuáles eran las letras que cantarían con sentimiento? ¿Qué
escucha Mary cuando escucha música, por ejemplo? ¿Con qué canción llora? La
mujer pasa siete horas de lunes a sábado en mi casa hace siete años y ni
siquiera sé cuál es su grupo favorito.
Llegamos a mi casa y Dom estacionó
frente a mi garaje. El imbécil del Audi blanco de al lado estaba a punto de
estacionarse bloqueando mi garaje, como hace a menudo, pero al ver la camioneta
Porsche retrocedió y se estacionó en su lugar.
- Sana y salva, en la puerta de
tu casa. ¿Te acompaño?
- Hoy no. Mañana.
¿La verdad? Sí, quería que fuera
especial y todo pero digamos el 80% de mi negativa tenía que ver con que no me
había depilado.
- O.K. Mañana te recojo a la una.
Y después vamos a mi casa.
Sonreí de manera cómplice y lo
besé con ganas; fue difícil no decir a la mierda, que entrara, pero sólo tenía
que esperar medio día más.
No voy a entrar en detalles,
pero la (cortísima) espera valió absolutamente la pena.