- "Gabriela no se quiere, ¿no?"
Ouch. Mierda.
Mierda. Doblo mi ropa, voy a la lavandería, regreso a mi cuarto, limpio mi mat, lavo los trastos, pongo al día mi diario, tomo té, veo el capítulo de mi serie favorita actual, escribo mails de felicitaciones de cumpleaños, me actualizo académicamente, ouch, mierda, ouch, tantos años después, ouch. Mierda.
"Son pocos, pero son". Declamo en voz baja poesía para calmarme. "Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte." Sí, bastante cierto. "Serán tal vez los bárbaros atilas o los heraldos negros que nos manda la muerte."
Quisiera que lo fueran. Quisiera que fueran en realidad bárbaros en caballos negros galopando, formidables semidioses que tenían poder intrínseco, no la sarta de imbéciles que me negaron, me fueron infieles, me dieron por sentado y hablaron mal de mí tomando todo lo que podían mientras yo languidecía por ellos. Me duele la que fui. Me duele la que soy. Me duele el cuello.
¿De qué me quejo, carajo? Estoy sana, tengo una carrera, mi familia me quiere y está bien, tengo un techo sobre mi cabeza, comida en mi cuarto, tengo lo que muchos no tienen y todavía me quejo. Sólo tengo que salir a la calle para tomar un poco de perspectiva y volver a ponerme en orden, pero estoy un poco harta del grito de "¡Firmes!" para cuando flaqueo. Firmes tu abuela, yo quiero un abrazo.
Lena fue la que lo dijo. El comentario había sido dicho en las épocas del 2011 y 2012, cuando Alexander y Leo eran parte de mi vida, no de mis recuerdos. La vergüenza que siento al recordarlos es profunda, medular, siento que el núcleo de mis leucocitos dice "shame, shame" como una septa en mi caminata de la vergüenza. ¿Cómo dejé que me trataran como me trataron? ¿Cómo no los mandé a la mierda en tres segundos? "Gabriela no se quiere, ¿no?" Qué vergüenza.
lunes, 29 de agosto de 2016
miércoles, 10 de agosto de 2016
En Otro País
Tocaste el timbre.
Era otro timbre, en otra casa, en otro país, pero tocaste el timbre.
Tenías dos arrugas, quince canas y tu sempiterna camisa azul.
¿Por qué te abrí? No habíamos hablado en años,
y ninguna palabra tuya bastaría para sanarme.
Subimos la escalera, otra escalera, en otro país,
y te sentaste con ansiedad delatándose en tus pies.
Quise besarte. Quise abrazarte, quise que entraras a mi cuarto,
otro cuarto, en otro país,
y nos susurráramos verdades que otro tiempo habían sido silencio oscuro,
pero sólo saqué un par de copas y serví un poco de vino.
Nos sentamos en la verdad de los adultos que somos
y empezamos a contarnos qué fue de nuestra realidad y no de nuestras ilusiones.
Era otra vida, otras personas, en otro país;
hablamos en voz baja para que los fantasmas del pasado no nos escuchasen.
Tus dedos volvieron a tocar mi piel y tus labios besaron los míos;
dejaste salir el aire que habías estado conteniendo,
la sangre volvió a recorrerte el cuerpo, la vida regresó a tus ojos.
Volvías a ser quien habías sido en otro país.
Acurruqué mi cabeza en tu pecho y oí a tu corazón latir por mí:
estabas recuperando el alma que habías vendido hace tiempo
y ya no eras semidiós, ni siquiera caído,
pero estabas todo lo vivo que te habías dejado morir.
¿Sería este uno de los cuentos que contabas entre las paredes de tu sala?
¿Te habías olvidado de mí?, pregunté.
“Nunca”, me dijiste, muy serio. “¿Tú?”, preguntaste, y yo me reí.
“Solté una pluma pidiendo un deseo, y luego el viento te trajo a mí.”
Abrí los ojos.
No había timbre, ni vino, sólo una cama ancha y vacía en otro país.
Tenía tres lágrimas, mil ilusiones, y mi sempiterno cariño por ti.
Era otro timbre, en otra casa, en otro país, pero tocaste el timbre.
Tenías dos arrugas, quince canas y tu sempiterna camisa azul.
¿Por qué te abrí? No habíamos hablado en años,
y ninguna palabra tuya bastaría para sanarme.
Subimos la escalera, otra escalera, en otro país,
y te sentaste con ansiedad delatándose en tus pies.
Quise besarte. Quise abrazarte, quise que entraras a mi cuarto,
otro cuarto, en otro país,
y nos susurráramos verdades que otro tiempo habían sido silencio oscuro,
pero sólo saqué un par de copas y serví un poco de vino.
Nos sentamos en la verdad de los adultos que somos
y empezamos a contarnos qué fue de nuestra realidad y no de nuestras ilusiones.
Era otra vida, otras personas, en otro país;
hablamos en voz baja para que los fantasmas del pasado no nos escuchasen.
Tus dedos volvieron a tocar mi piel y tus labios besaron los míos;
dejaste salir el aire que habías estado conteniendo,
la sangre volvió a recorrerte el cuerpo, la vida regresó a tus ojos.
Volvías a ser quien habías sido en otro país.
Acurruqué mi cabeza en tu pecho y oí a tu corazón latir por mí:
estabas recuperando el alma que habías vendido hace tiempo
y ya no eras semidiós, ni siquiera caído,
pero estabas todo lo vivo que te habías dejado morir.
¿Sería este uno de los cuentos que contabas entre las paredes de tu sala?
¿Te habías olvidado de mí?, pregunté.
“Nunca”, me dijiste, muy serio. “¿Tú?”, preguntaste, y yo me reí.
“Solté una pluma pidiendo un deseo, y luego el viento te trajo a mí.”
Abrí los ojos.
No había timbre, ni vino, sólo una cama ancha y vacía en otro país.
Tenía tres lágrimas, mil ilusiones, y mi sempiterno cariño por ti.
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