Tocaste el timbre.
Era otro timbre, en otra casa, en otro país, pero tocaste el timbre.
Tenías dos arrugas, quince canas y tu sempiterna camisa azul.
¿Por qué te abrí? No habíamos hablado en años,
y ninguna palabra tuya bastaría para sanarme.
Subimos la escalera, otra escalera, en otro país,
y te sentaste con ansiedad delatándose en tus pies.
Quise besarte. Quise abrazarte, quise que entraras a mi cuarto,
otro cuarto, en otro país,
y nos susurráramos verdades que otro tiempo habían sido silencio oscuro,
pero sólo saqué un par de copas y serví un poco de vino.
Nos sentamos en la verdad de los adultos que somos
y empezamos a contarnos qué fue de nuestra realidad y no de nuestras ilusiones.
Era otra vida, otras personas, en otro país;
hablamos en voz baja para que los fantasmas del pasado no nos escuchasen.
Tus dedos volvieron a tocar mi piel y tus labios besaron los míos;
dejaste salir el aire que habías estado conteniendo,
la sangre volvió a recorrerte el cuerpo, la vida regresó a tus ojos.
Volvías a ser quien habías sido en otro país.
Acurruqué mi cabeza en tu pecho y oí a tu corazón latir por mí:
estabas recuperando el alma que habías vendido hace tiempo
y ya no eras semidiós, ni siquiera caído,
pero estabas todo lo vivo que te habías dejado morir.
¿Sería este uno de los cuentos que contabas entre las paredes de tu sala?
¿Te habías olvidado de mí?, pregunté.
“Nunca”, me dijiste, muy serio. “¿Tú?”, preguntaste, y yo me reí.
“Solté una pluma pidiendo un deseo, y luego el viento te trajo a mí.”
Abrí los ojos.
No había timbre, ni vino, sólo una cama ancha y vacía en otro país.
Tenía tres lágrimas, mil ilusiones, y mi sempiterno cariño por ti.
No hay comentarios:
Publicar un comentario