Habían sido una serie de días difíciles, en los que había sido atacada sin restricción ni anestesia alguna, llevando al límite la fuerza de mi piel. Me sentía emocionalmente amoratada, post-paliza, no sangrante pero no por eso menos adolorida. Buscaba refugio.
- ¿Qué pasó? –me preguntó. Me eché en el sofá mientras él me traía un poco de jugo de maracuyá de la cocina.
- Muchas cosas... ven aquí.
Estaba acurrucada en el sofá cuando vino y se sentó a mi lado. Extendí los brazos hacia él, buscando un abrazo, pero me acarició la cabeza y sonrió un poco.
- Cuéntame. -dijo.
Dejé los brazos arriba un par de segundos más, como esperando que se diera cuenta, pero los recogí de nuevo y empecé a contarle todo, desde el principio.
Me habían querido botar del trabajo. El asunto no había ido a mayores básicamente porque los jefes de mi “jefe” lo habían impedido, pero mi nombre ya había sido voceado en círculos poco convenientes y con connotaciones poco halagadoras. En los detalles de la historia obviamente había errores míos; no es que el asunto del casi despido había salido de la nada, pero la excusa que se daba era francamente irrisoria.
- O sea, sí hubo error tuyo. –observó cuando terminé de contarle.
- Sí.
- Pero no justificaba la reacción.
- No.
- Ya había una mala intención contra ti. Ése fue el verdadero error; haber generado desde el inicio una mala intención.
Suspiré. Me estaba dando un diagnóstico.
- Por un lado te admiro por poder soportar un rechazo tan frontal –dijo. –Cuando yo creo que le caigo mal a alguien me entra ansiedad y pienso en eso todo el rato, pero tú puedes vivir con eso como si nada.
- No es que no me duela. –dije, casi exhausta. Tomé aire –En todo caso prefiero los enfrentamientos frontales.
- La mayoría de personas los evita.
- Probablemente por miedo. A mí me tranquiliza saber que estoy siendo atacada; ya no tengo que preocuparme por ser agresiva.
Me volteé un poquito, aún echada. Hablar de mi agresividad me consoló un poco.
- Repito, te admiro por la fortaleza, pero no es una buena forma de lidiar con la gente. Polarizas a las personas: o te aman o te odian, y el neutro es que dicen que eres rara. No hay un verdadero término medio. No hay un normal; eres demasiado fuerte.
En ese momento lo que menos me sentía era fuerte, y lo que menos me importaba era ser normal.
- Bueno –continuó, recapitulando. –Igual ya postulaste a la SanTo, ¿no? Creo que eso lo va a mejorar. Nadie dice que seas mala médico, pero sí deberías estar consciente de tus descuidos.
- Crítica constructiva. –dije, frustrada.
- Exacto. Crítica constructiva. –sonrió, satisfecho. – ¿Te sientes mejor?
- No, en lo absoluto.
- ¿Qué, por qué?
- Porque has hecho una autopsia de la situación y cómo soy cuando lo único que quería era un abrazo.
- Pero quería saber qué había pasado para poder ayudarte mejor.
- Te hubiera podido contar mientras me abrazabas.
Se quedó callado. Yo sé de silencios, y ya desde el inicio no me gustó.
Probablemente otro día hubiera peleado; habría buscado la forma de arreglarlo, esforzarme, acomodar la situación para que las cosas funcionasen. Pero ese día estaba cansada y ni siquiera levanté la cabeza. Si no podía sobrevivir por sí mismo merecía morir.
- Estás molesta porque te he criticado.
- No. –dije, con pena.
- Sí. Estás molesta porque te he criticado y porque te he dicho que te habías equivocado, pero es la verdad. No voy a mentir y a decir que todo lo que hiciste está bien y que los otros se han equivocado en todo porque también es culpa tuya.
- Yo sé.
- ¿Entonces si lo sabes por qué te molestas?
- No estoy molesta.
- ¿Entonces?
- Tengo pena. –dije. –No estaba buscando que me mintieras ni que me dijeras que todo lo que hice estaba bien, estaba buscando un abrazo.
Me abrazó. Cerré los ojos e intenté ser agradecida con el cariño que me estaba dando pero estaba demasiado débil para mentirme a mí misma.
Me estaba abrazando de la misma manera que un adulto abraza a un niño enfadado; condescendencia sublime y generosidad hacia alguien que por naturaleza aún no entiende. Me quedé callada, por cariño y por respeto; él todavía no se había dado cuenta de que había empezado la agonía. Intenté culparme a mí misma por lo del día de la cremolada: había sido mi culpa al mostrar tan abiertamente mi fuerza, había sido mi culpa porque él había pensado, como el resto, que mi piel era igual de dura que piedra pulida.
- ¿No quieres tomar tu jugo? –me dijo pocos minutos después. Para él ya había pasado todo.
- No, gracias. –dije, aún acurrucada. Tenía sed de otra cosa.
Me contó su día, sus pequeñas sorpresas y molestias, y lo escuché echada en el sofá. Lo emocionaba un proyecto, y yo me alegraba por él, pero mi alegría era pequeña y moderada. Estaba demasiado lejos. No era mío.
Cuando me dejó en mi casa nos despedimos con un beso y un abrazo que no tenían nada que ver con el abrazo que yo había ido a buscar. Saludé al perro y me senté en el piso mientras le hacía cariño, sintiendo su peluda enormidad negra. Me duché y me eché en mi cama, tapándome con la colcha, abrazando a mi almohada. Escuché la respiración ruda del perro a los pies de la cama, y por primera vez en varios días encontré un poco de paz.
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