- ¿Hace cuánto tiempo no tienes una cita? - preguntó James.
Había un brillo especial en sus ojos, una calma en su voz. No era felicidad; al contrario. De repente era el vacío del día después de su triunfo.
- ¿Hace cuánto tiempo no te despiertas a las siete de la mañana sabiendo que tu cita es a las 5 de la tarde, y piensas en qué ponerte y en qué decir y estás realmente emocionada? O sea, ¿hace cuánto tiempo que no tienes una cita con alguien que te gusta, que en serio te gusta?
Sonreí. Sonrió, nos reímos, pero no había ni gracia ni alegría detrás.
- Y el día siguiente cuando te sientes desesperada por verlo, y llega el medio día y todavía no te escribe.
Calló y yo no dije nada. Sabía la respuesta y me daba pena, no vergüenza.
Era de tarde y se sentía melancolía en el ambiente. Su pregunta, súbita, me había sonado muy parecida a mi canto iterativo del río de los renacuajos en Pozuzo, cuando buscaba regresar al pasado cantando la misma canción que me había dicho qué temer de mi futuro, dándome cuenta que los temores se habían hecho realidad.
- La luz cambia. Caminas en nubes. -dije.
No tenía que cerrar los ojos para verlo, como la tonada de una canción favorita audible con todas sus notas aún en el silencio.
- Hace cuánto tiempo que no quiero a alguien. -respondí.
Querer, realmente querer a alguien.
- ¿Hace cuánto tiempo no eres feliz? -susurré.
La pregunta iba para los dos.
¿Qué hacíamos ahí los dos, en ese momento, hablando sobre la felicidad? Él había conseguido lo que había buscado toda su vida, había logrado lo que se había propuesto, había triunfado ahí donde muchos fracasaban, ahí donde yo misma estaba buscando triunfar también. Años y años de esfuerzo, sacrificio.
- Dime la verdad, -me preguntó -si pudieras hacerlo todo de nuevo, ¿estudiarías Medicina?
Entendí lo terrible de la pregunta, y la profunda verdad que se escondía tras ella.
- Sí. - respondí.
- ¿Volverías a hacerlo todo, a estudiar Medicina?
- Sí. ¿Tú?
- No.
No me sorprendió en lo absoluto, pero me dio pena. Lo entendí. James me dijo que si pudiera hacerlo todo de nuevo estudiaría otra carrera, más libre, que no le permitiera escudarse, que lo obligase a mirar a la vida de frente. Yo le dije que yo siempre había sido médico, aún antes de estudiar Medicina. La Medicina no tenía la culpa de que no fuese feliz; la canción que yo había cantado en Pozuzo no lloraba lo que la Medicina me había impedido vivir, lloraba simplemente lo que yo no había vivido.
¿Cómo no ser médico? Sería como llamarme por otro nombre o tener otra cara. De bebé gateaba entre los libros de Medicina de mi papá, de niña dibujaba monigotes mientras mi mamá hacía consulta, operaba, vendaba y suturaba a mis muñecas (para la consternación de Carmen), jugaba con martillos de reflejos y tambores de algodón. Ya más grande dediqué corazones anatómicamente correctos a mi primer enamorado. Ser médico es parte de mi identidad, estudiar Medicina sólo fue la progresión natural de mi forma de vida.
- La Medicina no tiene la culpa. -dije.
- Tienes razón. -dijo él. -Es sólo una pregunta estúpida que me ha hecho examinar mi vida.
- ¿Hace cuánto tiempo no tienes una cita?
- Una cita de verdad, una cita con alguien que realmente me guste, no me acuerdo. O bueno, sí me acuerdo... pero fue hace demasiado tiempo.
¿Qué pasó todo ese tiempo? ¿Qué pasó con todas esas horas y semanas en las que pudo ser feliz? Cada uno con su excusa, escondiéndose detrás de su escudo, dejando que la inercia prosiga.
- ¿Tú? -me preguntó. Supuse que no quería saber la fecha, o con quién había sido.
- Suficiente tiempo como para saber que ha pasado demasiado tiempo como para rendirme ante algo que no vale la pena. -le respondí.
Fue como si alguien hubiese apagado la última vela que quedaba para la noche con la inesperada llegada del amanecer.
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