jueves, 21 de mayo de 2015

El Malecón

Estaba cogida con las puntas de los dedos, las yemas insensibles y desolladas, mis manos agarrotadas y mis tendones desgarrados, aferrándome a los bordes inasibles de un piedra filuda y negra. Estaba en el medio del mar mientras escuchaba su canto llorar, pidiéndome que regresara, gritándome y susurrándome al mismo tiempo, arrodillado y rogándome que volviera a él.

Sus olas chocaban contra mi piel y yo le respondía a gritos, ¿cómo dices quererme si me golpeas así? ¡Quieres llevarme, quieres que me suelte para luego ahogarme, revolcarme y hacerme chocar contra las piedras! ¿Qué clase de amor es ese? Y lloraba el mar, y lloraba yo porque me dolían las manos y el alma.

El mar entendió que yo no iba a entender, y calló su canción que escondía un llanto. Se quedó quieto y me dejó sola, mojándome los pies de vez en cuando. Por un momento me sentí aliviada, pero pronto sentí los estragos del aire seco en mi nariz, sentí con dolor mi piel agrietada. La piedra negra seguía igual de inasible e igual de filuda, infértil e inamovible, el antónimo completo de mi fértil y dinámico mar.

Entonces caminé un poquito, pateando el agua, saludando de nuevo al mar que me había querido lo suficiente como para dejarme ir. Volvió, cauteloso, porque sabía que la piedra seguía ahí, y que yo podía volver a aferrarme a ella; nos miramos sin prometernos nada, él estrellándome ola a ola y yo con la boca bien cerrada.

Tropecé y mis pies buscaron el piso, pero el mar me susurró que dentro de él no necesitaba piso. Sentí mi cuerpo moverse a pesar de mi voluntad, pero las olas me acariciaron recordándome que contra el agua no me iba a golpear. Fui cerrando los ojos, llorando un poquito, agua dulce que se diluyó entre el agua salada, estirando las manos hacia la piedra negra a que tanto tiempo me había aferrado, pidiéndole de rodillas que por lo menos me abrace una vez más.

Pero la piedra era fría y no tenía alma, y de una sola ola el mar la hizo estallar. Miré por unos segundos y luego cerré los ojos. Ya no habían olas que chocaban contra mi cuerpo, porque había vuelto a ser una con el mar.

Estiré las manos y floté de espaldas, los brazos abiertos y los dedos separados, escuchando su canto de nuevo, que ya no era ni llanto ni grito. Y me dijo que si bien él me quería, había cosas en su naturaleza que no podía cambiar. Que a pesar de su cariño a veces iban a haber olas que me revolcaran, y las piedras que hay en la orilla de vez en cuando me van a desollar, porque así es la vida.

Le dije que no se preocupe, porque ya entendía; que sabía que iba a haber un raspón o dos, pero no me daba realmente miedo, no de verdad. Lo único que temo, le dije, es que me quede sola, sin nadie a quien abrazar.

No te preocupes, me dijo sonriendo, hay muchos a quienes vas a abrazar, pero ellos no viven en las piedras; ellos viven conmigo, así como tú, y su sangre es roja, su piel tibia, sus almas grandes.

¿Confías en mí?, preguntó.

Sí, respondí.

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