Dom estaba callado. Estábamos en
su departamento, y él había cogido una cerveza apenas llegamos de almorzar con
sus papás. Ya iba por la tercera.
Anteriormente yo habría entrado
en ansiedad. "Ya no me quiere", "me va a dejar", "está
con otra". Pero suficiente tiempo había pasado para reconocer al otro por
sí mismo.
- ¿Qué pasa? –le pregunté.
Me miró súbitamente avergonzado,
como si lo hubiera visto desnudo. Asumo que recordó que usualmente lo veo desnudo
y se relajó un poco. Tomó aire.
- Mi papá tiene una amante.
–soltó.
Puta madre. No lo dije, no sé si
lo pensé pero lo sentí. Es inconfundible.
- Lo siento. –respondí. Le
busqué los ojos y me estaban mirando. Abrió un brazo y subí a él, apoyando mi
mentón en su cuello.
- Se llama Laura. Tiene treinta
y siete años y trabajan juntos. Está embarazada.
Su boca economizaba las palabras
con un deseo de deshacerse de ellas lo más rápido posible. Toda una historia de
insatisfacción, deseo y traición podía resumirse, los detalles eran
innecesarios y no bienvenidos.
- ¿Tu mamá sabe?
- Todavía.
Nos quedamos callados. Mis pies
estaban fríos.
- Dice que lo hace sentir vivo.
–dijo. Sonrió con tristeza. –Pero no puedo dejar de pensar que es por la plata.
Su mano derecha quiso hacerse
puño pero se detuvo a sí misma; se sintió dolorosamente familiar. Cogí su puño entre
mis manos y le di un beso.
- No sé cómo mirar a mi mamá. No
sé… no puedo hablarle, tiene que decirle pronto, ya me siento pésimo por no
haberle dicho apenas me enteré. De repente ella cree que todo está bien. –tomó
aire. – ¿Tú sabías? –me miró.
- ¿Cuando…? Sí.
- ¿Y cómo hacías?
- Mentía.
Suena feo, pero es cierto. Tomé
aire e intenté explicarme.
- Yo no creo que sea adecuado
contarle eso a un hijo. Yo creo que la relación de pareja sólo debe involucrar
a la pareja. Contarle a un hijo esas cosas no sólo me parece egoísta, sino
cobarde –suspiré, molesta. –En mi caso yo mentía porque era más fácil.
- ¿No sentías culpa?
- Mucha. Pero con el tiempo entendí que yo estaba haciendo lo que necesitaba para vivir. La culpa era de mi papá por ser infiel, no mía por guardar el secreto.
- Mucha. Pero con el tiempo entendí que yo estaba haciendo lo que necesitaba para vivir. La culpa era de mi papá por ser infiel, no mía por guardar el secreto.
Me acarició el antebrazo.
- ¿Un bebé a los cincuenta y
ocho años? ¿Te parece sensato? –preguntó retóricamente.
- No. ¿Te dijo qué va a hacer?
- Le va a decir a mi mamá.
- Pídele que no le diga que tú
sabes. Es suficiente sentirse traicionada por una persona.
- Sí, tienes razón.
- Mejor llámalo ahorita.
Dom cogió el celular y llamó a
su papá; no se demoró mucho, pero yo me fui poniendo los zapatos para
despedirme. Creí que tenía muchas cosas que pensar y que le iba a ser más fácil
sin mí ahí.
- Quédate. –dijo, después de
colgar.
- Vamos a mi casa a recoger mi
ropa. –dije.
- Vamos. –dijo, cogiendo las
llaves del carro.
- Caminemos.
- O.K.
Nunca recogimos mi ropa; se echó
en mi cama apenas llegamos y antes de que yo hubiera terminado de escoger lo
que me iba a poner el día siguiente ya se había metido entre mis sábanas, una
cabeza humana con cuerpo de gusano gordo bajo la colcha.
Tal vez es porque por veintiún
años fui hija única y he estado acostumbrada a estar sola toda mi vida, pero
mientras Dom se quedaba dormido a mi lado me di cuenta de que si hubiese podido
tenerlo me habría encantado dormir con alguien cuando pasé por lo mismo. La
única vez que lloré se armó un pequeño escándalo en mi cuarto, y mi papá
comentó que había pensado equivocadamente que yo era lo suficientemente madura
para lidiar con el tema; me indicó que me pusiera una almohada en la cara para
que los vecinos no escucharan mi llanto.
La mañana siguiente Dom se
levantó muy temprano para ir a su departamento a cambiarse y hacer su maletín
de mano; en la noche tenía pichanga con sus amigos. Esa misma noche mientras Dom
corría tras una pelota yo estaba sentada en mi cama, peinándome. Mis almohadas
todavía olían a él.
El celular sonó con un
mensajito. Seguí peinándome, segura de que si era una conversación incipiente
sonarían más, pero pasaron dos minutos y el celular seguía en silencio. Dejé el
cepillo a un lado y chequeé con curiosidad.
“Hola” Leí.
Sorpresa, era Leo.
“hola” respondí.
Hacía tiempo que no hablábamos.
Los días siguientes se
sucedieron sin sobresaltos ni nuevas noticias. Dom ignoró el tema por completo
y vale mencionar que conversamos bastante. Yo no hacía ninguna alusión, por
supuesto; lo peor que hacer cuando una herida está cicatrizando es tocarla
mucho. Exactamente ocho días después de la primera revelación del papá de Dom
me llegó un mensaje en el whatsapp.
“Quiere que la conozca”
Me acordé de los CD’s. Los CD’s que
ella quemaba con mi música favorita, canciones que yo no podía encontrar
fácilmente en la época en la que bajarse música era dificilísimo; les ponía
coverarts bonitos impresos en stickers para CD. Me acordé de la foto panorámica
que me regaló para que pintase; me acordé de las impresiones perfectas de
árboles coloridos. Me acordé de cuando mi papá llegaba a las diez de la noche en
punto todos los miércoles. Y eso sólo había sido el comienzo.
“Te llamo” escribí.
En su momento la sentí, pero
aprendí a ocultarla: me habían enseñado a mentir muy bien. Ver a Dom pasar por
la misma situación me hizo sentirla de nuevo, esta vez sin el mitigante del
cariño. Ira.
- No sé qué hacer. –dijo.
- ¿Ya le dijo a tu mamá?
- Todavía.
- No lo hagas. No la conozcas
antes de que tu mamá sepa.
- No, ¿no?
- No necesitas esa culpa.
- Tienes razón.
Colgué y respiré profundo,
molesta. La situación de Dom se siente particularmente cercana porque es muy
parecida a la que yo viví; ¿cuánta de esa compasión era compasión a la que yo
fui? Tuve ganas de abrazar a Dom y protegerlo de lo que a mí nadie me protegió,
pero lo único que pasó fue que le mandé varios emoticones cariñosos y eventualmente
él fue a su pichanga de la noche. Era lunes, yo estaba en el consultorio y él
en el quirófano, teníamos responsabilidades. El mundo no se acaba porque uno
está herido.
(Sin embargo por muy cierto que
sea eso, por muy real que sea que uno puede tener el corazón roto pero igual
tiene que seguir pagando la luz y sacando al pasear al perro, es bonito saber
que no estás solo, que hay alguien a quien le importa tu sufrimiento.)
El viernes cociné una cena para
los dos. Regresé relativamente temprano del trabajo y me dediqué a cortar,
limpiar, hervir y macerar, música suave sonando. No fue hasta un momento de
silencio en la playlist que tomé consciencia del momento, lo que estaba
haciendo, cómo en esas acciones estaba el amor que le tengo a Dom. La estrofa
que sucedió al silencio me retrotrajo al 2009, la primera vez que estuve con
Ícaro. “La soledad es un paso firme que
no he podido obligarme a dar.” Dejé el cuchillo y me apoyé en la mesa
cerrando los ojos, recordando la letra.
Ícaro había sido el primer
enamorado al que se me había ocurrido cocinarle; la canción tenía una frase, “y qué felicidad hacerte la cena, y qué
seguridad saber que me esperas. Y el tiempo pasará, el sol se apagará, y todo
lo que sentiste fue normal.” Mi papá me había pasado esa canción; decía que
le hacía acordar a mí.
Tengo la suerte de no tener duda
alguna del amor que mi papá me tiene, pero sé que ese amor, grande y profundo
como es, está contaminado de sus ideas. Siempre fiel a su filosofía de que la
felicidad no existe sino sólo los momentos felices, la canción que me había
pasado me ponía en perspectiva que por mucho que quisiera a mi enamoradito de
turno era muy probable que eso terminara también.
Tuve de ganas de llorar, porque
él había tenido razón y yo no. Mi historia con Ícaro había terminado, y varias
otras también. ¿Me pasaría lo mismo otra vez, volvería a acordarme de la última
vez que le cociné a alguien la cena? El peso de mi cuerpo venció mis rodillas y
apoyé mi frente en mis brazos, ahogando un sollozo. Dudé en pedirle a Dios que
no me quitara a Dom, tantas veces le había pedido que no me quitase a alguien
que quería e igual lo había hecho. La canción terminó, tomé aire y me soné la
nariz antes de seguir cortando los tomates que iba a cocinar.
Dom llegó dos horas después con
un beso y el pelo un poco aplastado. Sacamos juntos a Rex y abrió la botella de
vino que había traído con él; Rex estuvo engriéndose con nosotros un rato hasta
que le dio frío y subió a mi cuarto a acurrucarse en su rincón.
Serví la entrada en los platos
de vajilla italiana y Dom sirvió el vino en copas de cristal alemán. Prendí las
velas azules que había puesto en el comedor y sonreí, disfrutando el momento.
Dom me cogió una mano y acarició el dorso con su pulgar, acercándome a su boca.
- Te quiero. –dijo, mirándome a
los ojos.
- Yo también.
Apretó mi mano y la dejó,
cogiendo sus cubiertos.
- Hoy fui a ver a mi papá. –dijo,
empezando la conversación.
- ¿Ah, sí?
- Sí. No lo había visto desde…
el domingo, ese domingo.
- Wow.
Boris Stier (el papá de Dom)
trabaja en la SanTo, y su sitio de estacionamiento está al lado del de Dom.
- ¿Y qué tal?
- Está súper emocionado. Por…
–se cortó. Decir “tu hermanito” habría sido supremamente estúpido.
- ¿Ya saben el sexo? –pregunté.
- Es hombre. Creo que le van a
poner Mauricio, pero… –movió las manos, como queriendo deshacerse del tema. –La
verdad no sé qué debo sentir.
- Nada. –respondí.
- ¿Qué?
- Nada. No debes sentir nada,
los sentimientos no son un deber, simplemente existen o no. –lo miré a los
ojos.
- ¿Tú sentiste algo cuando…?
- Celos. Rechazo, también. No me
gustaba cuando mi papá venía y olía a talco de bebé.
- ¿En serio?
- En serio.
- Anoche en Wong evité el
corredor de bebés como si fuera la plaga. –dijo, con una sonrisa ladeada. Suspiró.
–La verdad no siento que lo quiera. Sí, yo sé, va a ser mi hermano, pero… no
sé, siento que Gustavo es mucho más mi hermano de lo que ese niño alguna vez
vaya a ser. Podría ser mi hijo. O sea, podría totalmente ser mi hijo, sin
roche.
- Sí. –Sé cómo se siente. –Pero
el tiempo ayuda.
- Se supone que cuando lo cargue
voy a tener todos estos sentimientos.
- Podría ser, pero si no sucede
tampoco deberías culparte.
- ¿A ti te funcionó?
- No. Pero también yo soy recontra
inmadura…
Rió.
- ¿Sabes en lo que he estado
pensando todo el día?
- Nope. Dime.
- ¿Cómo hacía Boris –Boris, no
“mi papá” –para dormir en la misma cama con mi mamá sabiendo que su amante
estaba embarazada?
- ¿Ya no duermen juntos?
- No sé, no he preguntado –negó
rápidamente con la cabeza, un escalofrío en su cuello –y tampoco quiero saber,
pero… puta madre.
- Sorry.
- No, no, no eres tú, es… puta
madre.
- Sí.
Puta madre, indeed.
- ¿Tú crees que sea genético?
- ¿Qué cosa?
- La infidelidad.
- Yo creo que el comportamiento
humano es demasiado complejo para ser reducido a una causa genética, a un
neurotransmisor que no hace su trabajo. ¿Te preocupa que sea genético?
- ¿A ti?
- No.
Sonrió, reconfortado. Me di
cuenta que había tomado mi respuesta como que no me importaba si él tenía un
componente genético de infidelidad, cuando yo la había interpretado como si a
mí me preocupara el componente genético de infidelidad que yo tengo; preferí no
corregirlo porque de todas maneras tenía razón, no me importa. Habíamos
terminado la entrada.
- Voy a traer el pulpo. ¿Me
ayudas con la maderita?
Fuimos a la cocina y destapé la
cacerola donde estaba el pulpo; el vapor se había condensado en la tapa, y el
ají panca envolvía el resto de los olores como un terciopelo.
- Huele rico, ¿no? –Volteé a coger
las manoplas, y Dom puso sus manos en mis hombros, subiendo hasta mi cuello.
- Eres tan sexy. –susurró. Solté
las manos de la cacerola, cogiéndole los codos con las manoplas aún calientes. Volteé
para besarlo, y no pude resistir morderle un poco el labio.
- ¿Tás con hambre? –susurró,
antes de morderme la oreja. Me abrazó, alejándome de la cocina, y se sentó en
uno de los bancos, ambos a la misma altura.
- ¿Alguna vez has estado con
alguien que ya estaba con otra persona? –preguntó.
- ¿Tú?
- Sí. ¿Tú?
- También.
- ¿Cuándo?
- Antes de que nos volviéramos a
ver.
- ¿Casado?
- No, pero tenía enamorada.
- ¿Lo conozco?
- No.
- ¿Y qué pasó?
- Fui a su departamento.
- ¿Tiraron?
- No. Casi todas las paredes
tenían un cuadro o pintura que su enamorada le había regalado.
- Ala mierda.
- Sí. Entré a esa casa y me di
cuenta que el amor vivía ahí; tuve que esconderme en la sombra de una
refrigeradora.
Estiré mi mano, tocando el borde
de la mesa.
- Su corazón latía como un
tambor de guerra; parecía una arritmia, y se lo dije, pero me dijo que era la
emoción de estar conmigo. Me dio asco. Me di asco, y pena también.
Me saqué una manopla, cogí la
mano de Dom y entrecrucé mis dedos con los suyos. Vi cómo mi piel canela
contrasta con su palidez invernal y luego lo miré a los ojos.
- El martes siguiente te vi.
Justo el domingo mi papá había hecho un comentario que escuché de casualidad:
decía que le daba miedo que me quedara sola porque estaba buscando al hombre
perfecto.
- ¿Y lo encontraste?
- Parece que sí.
Seguimos besándonos, la cacerola
destapada, el silencio de una noche de viernes en Miraflores.
- ¿Cómo fue contigo? –pregunté.
– ¿Estaba casada?
- No.
- ¿Tiraron?
- Sí.
- ¿Más de una vez?
- Sí. –rió.
- ¿Valió la pena?
- Lo hice por joda. Ella quería
que estuviéramos, pero…
- Tú no.
- No. –me miró, súbitamente
serio. –Qué mal, ¿no?
- ¿La engañaste? –pregunté.
- ¿A qué te refieres?
- O sea, le dijiste que ibas a
estar con ella, que la querías…
- No, sólo le dije que le tenía
ganas y ya. Fue al toque, tres veces. No fue muy bueno tampoco.
Lo abracé, recostando mi cabeza
en su hombro. La pequeña sesión chape - confesionario se había sentido sexy en
una forma medio prohibida, pero se había terminado.
- ¿Qué piensas? –pregunté.
- Intento no pensar.
Cuando subimos Rex ya estaba
durmiendo, echado en su mantita de polar. Dom prendió la tele y se sacó la ropa
metódicamente, doblando cada prenda y dejándola en la silla. Se quedó en bóxers
y se echó en la cama.
Nos abrazamos, su olor inundando
mis sábanas. Sus manos estaban heladas, y cuando me tocó la espalda no pude
evitar arquearla.
- Sólo porque te quiero… –dije.
- Es que estás calientita.
–dijo, dándome un beso en la sien. Me sacó el sostén con esos dedos de White
Walker.
- Mi bisabuela decía “cuatro
piernas bien cruzadas abrigan más que veinticuatro frazadas”. –dije,
entrecruzando mis piernas con las de él.
- ¿Conociste a tu bisabuela?
- Sí, cuando era chiquita. Pero
mi papá era el que me decía eso, sobre su abuela. Era muy dada a los refranes,
mi abuela tiene un cuaderno con todos apuntados.
- Yo no conocí a mi bisabuela.
Se quedó en Alemania.
- ¿Tu papá la conoció?
- Sí. Iban al mercado, y cuando
regresaban probaban toda la salchicha. Wurst.
– rió. –Cuando vivía en la casa mi papá y yo íbamos a Wong a comprar los jueves
en la noche, queso, vino, chela y Wurst, todos los jueves.
- ¿Y cuando regresaban probaban
toda la Wurst?
- Toda. –sonrió.
Hicimos el amor en una forma inesperadamente
tierna, familiar. Besé su espalda, acaricié sus muslos, lo hice rendirse ante
el poder inconfesable de mi boca mientras él decía que era mío, que podía
tatuarlo, ponerle una bandera, lo que quisiera. Me abrazó y me besó mientras me
veía mirarlo, absolutamente suya, cada centímetro de mi cuerpo, cada resquicio
de mi alma. “Dios”, decía el ateo cuando lo besaba en el cuello; cuando se lo
hice notar dijo que no tenía ningún problema con la palabra, porque en esa
instancia yo era divina.
Ya era cerca a las doce, yo me estaba
quedando dormida, Dom estaba viendo una de las de Fast and the Furious.
- No sé si voy a volver a tener
una de esas. –dijo.
- ¿Mh?
Me desperté, volteando a ver la
tele. Era una escena en la que todos los personajes almuerzan juntos.
- Probablemente sí. –dije. –No
va a ser igual, pero de todas formas nunca nada es igual.
Se quedó callado, mirando la
película. Le di un beso y movió sus dedos en mi pelo un par de veces. Apoyé mi
cabeza en su pecho, escuchando el latido de su corazón. Era como si todo
tuviese sentido; todas las veces que mis historias acabaron, todas las veces
que le tuve que decir adiós no solo a quien me dejaba sino a quien yo pude
haber sido.
- No quiero dejar de abrazarte
nunca. –dijo. –Te amo.
Me gustó como lo dijo, tan
factualmente, tan es-algo-obvio, sin buscar una respuesta o con implicancias
ulteriores. Toqué la punta de mi nariz con la suya.
- Yo también. –respondí.
- Lo sé.
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