Me había acostado a las dos y
algo, después de haber estado en la cocina con Sean y terminado de hacer mi
mochila. Eran las cuatro y no me acuerdo cuando me desperté, me puse ropa y
salí de mi casa en el taxi que había pedido por teléfono.
Iba al aeropuerto, regresando a
Pomabamba. Había pasado la mejor semana santa de mi vida (hasta el momento) en
Lima, mi Lima, en mi Miraflores y con mi perro a los pies. La despedida de mi
cuarto y el Malecón se sentía mucho menos dramática que la primera; ya no iba
en viaje épico a lo desconocido, sino que regresaba a la que ahora es mi
realidad.
Llegué, hice el check-in, me
comí las donas de rigor (tengo esa costumbre antes de irme de viaje, comerme
una dona en el aeropuerto) y entré a la sala de embarque. Estaba con mis shorts
de jean favoritos, una blusa blanca vaporosa con detalles verde agua, mangas
tres cuartos y mis havaianas doradas. Tenía sueño, había dormido dos horas,
pero no pude evitar notar el par de hombres que entraron a la sala de embarque.
¿Irían en mi vuelo también?
Un pequeño bus nos llevó desde
la sala de embarque hasta el pequeño avión que nos iba a llevar a Huaraz. En el
bus estaban los dos hombres, uno de ellos con la mirada muy insistente y azul.
¿Me estaba mirando a mí, o era yo la que lo había mirado primero? Me puse a
hablar en medio español con un ingeniero italiano que sufría profundamente en
una parte mucho más civilizada de Ancash que la que yo vivo, pero lo reconforté
asintiendo y validando sus quejas. Sin tener que mirarlo sabía que esos ojos
azules estaban posados en mí.
Entramos a la avioneta y yo me
senté en mi sitio, junto a la ventana. Él pasó a mi lado, y le sonreí; me
sonrió de vuelta.
- ¿Nos conocemos? –pregunté.
- No.
- Ah, porque me estabas mirando
bastante.
Su amigo, el otro hombre con el
que había estado en la sala de embarque, se sentó detrás mío, haciendo bromas
sobre que el amigo tenía “mirada de loco”, intentando solaparla. El avión
despegó y yo subí mis piernas al asiento vacío que tenía al lado, despidiéndome
de Lima a través de la ventana.
Me di cuenta de que me seguía
mirando, no tan insistentemente como antes, pero definitivamente seguía ahí.
Nos dieron un pequeño refrigerio, y haciéndome la tonta le pregunté si quería
mi galleta: obviamente no estaba mirando mi galleta, pero me pareció una forma
directa y al mismo tiempo gentil de hacerle saber que sabía.
Aterrizamos en el aeropuerto de
Anta, a 20 minutos de Huaraz, exactamente cuarenta y nueve minutos después.
Estábamos a 3200 metros sobre el nivel del mar, y a 10 grados Celsius. Salí del
avión, estirando mis brazos, respirando el aire de Ancash. No tenía frío.
- ¿Te vas a quedar así todo el
día? –preguntó él, ya en la sala para recoger nuestras maletas.
- ¡No!, tengo ropa en mi
mochila, salí de mi casa y me puse esto.
- ¿Y no tienes frío?
- No. –sonreí. Sonrió de vuelta.
Su nombre era perfecto, y lo voy
a dejar ahí; para efectos prácticos voy a referirme a él como Rafael. Rafael es
mitad bávaro, mitad limeño; tiene un español clarísimo, con el más tenue de los
acentos. Es cálido: sus ojos, su sonrisa, su temperamento, y tiene en grado
sumo la admiración tan conmovedora que foráneos sienten por el Perú, un país
tan acostumbrado a autoflagelarse con justa razón.
Le pedí por favor si me podía
jalar hasta Huaraz en su taxi, y su amigo no puso obstáculo alguno. Rafael y yo
nos sentamos atrás, el amigo adelante, y empezamos a presentarnos y contarnos
quiénes éramos el uno al otro. Él es director de teatro, yo soy médico; él
estudió en Viena, yo en Lima. Yo ayudo a la gente de Pomabamba preocupándome
por su salud; él organizaba talleres para los niños refugiados en Austria. Él
tiene un anillo en el dedo anular; yo no.
Llegamos a la plaza de armas de
Huaraz y nos despedimos; por un momento pensé que iba a ser para siempre, pero
justo cuando había salido del taxi me pidió mi nombre completo y mi celular. Se
los di, nos despedimos y entré a mi hotel.
Tomé desayuno, compré mi pasaje
para Pomabamba, me eché a dormir. Salí a almorzar tarde, un canadiense anónimo
(en serio, ya no me acuerdo su nombre) se sentó en mi mesa y conversamos largo
rato antes de regresar a mi cuarto a rehacer mi mochila, escuchar Charlie
Parker y aprovechar el WiFi.
Durante todo ese tiempo pensé en
Rafael, el de la mirada insistente, el del anillo en el dedo. Eran las seis y
quince cuando me llamó; mi bus iba a salir a las siete, pero le dije que sí
quería salir con él y su amigo a comer algo por la ciudad. ¿Qué perdía
quedándome doce horas más? Estaba lloviendo, además: quedarme podría
considerarse la decisión más segura.
Nos encontramos en la plaza y
fuimos al lugar de un suizo que queda cerca, chorizos al por mayor y cervezas
artesanales de rigor. Me senté junto a su amigo, que rozaba su rodilla con la
mía, o el borde de su mano con mi muslo; era mucho más un intento sofisticado
de un adulto a acercarse a otro que simple torpeza, y me hizo sentir muy bien.
El amigo tiene 36 años; Rafael tiene 34. Ambos creían que yo era menor de lo
que soy, y me hicieron muchísimas preguntas concretas sobre Pomabamba
¿Por qué estoy aquí? ¿Cómo es?
Me habían hecho esas dos preguntas tantas veces los últimos días que había
podido por fin escribir una historia coherente, una historia que no sólo podía
decirle a los demás sino contarme a mí misma. La primera parte de la respuesta
es que estoy haciendo mi SERUMS: es un programa del estado peruano para
profesionales de salud, necesario para poder trabajar luego en un hospital
público después, y en los médicos es necesario para poder aplicar a la
residencia.
La obligatoriedad del SERUMS se
entiende al entender el sistema de salud del Perú, profundamente limitado en
recursos tanto de infraestructura como humanos. Sin serumistas (dícese de aquél
haciendo su SERUMS), las comunidades más alejadas no tendrían acceso a salud,
punto.
De alguna manera se podría decir
que tengo que estar aquí, pero esa
respuesta no es realmente cierta. Tenía, tuve y gracias a Dios todavía tengo
otras oportunidades, oportunidades que me permitían irme lejos y no tener que
hacer este año en la puna. Tuve también muchas otras opciones: con las notas
que tenía prácticamente habría podido escoger la mejor de las plazas, pero
antes de saber lo ventajoso de mi posición ya había decidido venir aquí, y
cuando supe que no tenía impedimentos simplemente seguí con mi decisión.
Quería conocer los Andes del
Perú; conozco otros países y hablo otros idiomas y jamás había estado en la
sierra de mi país. En la época en la que había decidido venir aquí Imago me
había hecho recordar una canción de Eddie Vedder, Rise: “I’m gonna rise up, find my direction magnetically.” La brújula que
había guiado cada viaje de mi vida había sido interna, no externa; mi alma
decía Ancash, y a Ancash había ido.
Dr. McStuffins había expresado
su admiración por el trabajo que estaba haciendo, allá por las épocas en la que
todavía nos hablábamos; yo estaba más enfocada en el agua marrón que salía de
mi caño y mi lucha constante con la falta de recursos. Sentada en el
restaurante de un suizo que radicaba en Huaraz escuché la admiración de esos
dos hombres desconocidos, explícitamente expresada en las palabras de ambos. La
esperanza, el orgullo y el bienestar que se había estado formando como nebulosa
en la última semana se cristalizó en ese preciso momento.
Salimos del lugar y fuimos a
otro, también con cervezas artesanales. El amigo de Rafael abdicó, y por un
momento temí que se iban a ir los dos juntos.
Una lucha se libraba en mi interior,
pero sabía que no había forma que uno de los lados saliera ganando. Ahora que
lo pienso, era la misma lucha que había librado muchos años atrás, en el 2009,
cuando pasé el que hasta ese momento había sido el mejor fin de semana de mi
vida junto al Elfo, sabiendo que en Lima Ícaro me esperaba.
El excelentísimo español de
Rafael necesitaba de ayudas de vez en cuando: “tangible”, “escéptico”, palabras
que sólo un conocimiento profundo del lenguaje podría requerir. Se sentía, me
sentía como si estuviéramos hablando en un mismo idioma, mezcla de español,
inglés y alemán, donde las palabras fluían armoniosas porque el alma de cada
uno sabía lo que el otro quería significar.
Para él yo había sido una
aparición regia, inesperada, larger than
life en mis shorts cortos y mi blusa holgada aterrizando en la puna,
recogiendo mis piernas en el avión “como Cleopatra”, morena y misteriosa, una
presencia tan grande que era imposible de ignorar.
Cada uno tenía que regresar a su
mundo. Caminamos en la noche de Huaraz, él hablando sobre el drama del granizo
y la lluvia, yo hablando sobre lo difícil que es mantenerme fiel a mis
principios. Le pedí que caminásemos lento, para extender el tiempo que nos quedaba,
porque sabía que nunca más lo iba a ver; me dijo que me entendía perfectamente.
Para mí él fue un ángel caído
del cielo diciéndome que me mantuviese el rumbo, que no me rindiera, que siga
luchando. En cierta forma se siente como si me estuviera despidiendo del alma
gemela que tuve en algún tiempo remoto, como si hubiera sido mi esposo en otra
vida, como si fuera alguien mucho más importante de lo que algunas horas lo
hubieran podido convertir.
Herr McDreamy. Le
deseo absolutamente todo lo mejor, aunque sé que de repente sería mejor no
volver a vernos. El saber que existe es suficiente para mantener mi fe en que
algún día yo voy a ser igual de feliz que él.
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