martes, 7 de junio de 2011

Por qué (creo que) ganó Humala

Para Ícaro, que inspiró este post.

Ollanta Humala ganó la presidencia del Perú con cifras, por lo decir lo menos, intimidantes. Excepto la egocéntrica y poco representativa Lima, llena de prejuicios e idiosincrasias anacrónicas (reliquias de la sociedad de castas de la colonia), Humala conquistó las preferencias cómoda e irrevocablemente, invocando a un nacionalismo efectista e inconfundible. Apeló a la necesidad intrínseca de identificación con un líder que se puede considerar como uno mismo; Ollanta Humala es el peruano que muchos quieren ser.

Decir nacionalismo suena feo en un mundo occidental donde las fronteras son cada vez más borrosas e indefinidas. Y en la memoria colectiva actual, la experiencia nacionalista de la Segunda Guerra Mundial está todavía  muy fresca como para hablar de ella desde la fría objetividad. Pero (a pesar de lo mucho que quieran hacernos creer), el nacionalismo no es un constructo contemporáneo, ni el facismo italiano y el nacionalsocialismo alemán sus representantes máximos. En la cultura occidental, el nacionalismo se inicia en la alianza ateniense-espartana en la guerra contra Persia. El aplaudido helenismo de Alejandro Magno en su conquista del mundo antiguo no es más que la representación a gran escala de su identidad griega adoptada, habiendo sido el pupilo de Aristóteles. El nacionalismo no es sino la expresión de la necesidad de las personas de sentirse parte de un grupo que comparte sus mismos intereses y está dispuesto a luchar por ellos.

El pueblo, así, necesita un líder que lo dirija hacia el futuro que busca. Pero nadie dijo que este líder debe ser perfecto. Es más, el regente que tiene poder sobre su pueblo nunca ha sido un dechado de virtudes. Ya lo probó Nicolás Maquiavelo, basándose en la figura del genial (y no por ello menos sanguinario) hijo del papa Alejandro VI, César Borgia. El Príncipe debe sabe cuándo incurrir en el mal para lograr un bien, lo cual significa poner el pragmatismo por encima de la doctrina. César Borgia, el temible personaje que hacía temblar a los estados vaticanos, sediento de sangre, provincias y poder, personifica la sofisticación intelectual y política que los príncipes más poderosos de su época debían tener.

Es ahí donde verdaderamente nació la Realpolitik de la cual Ollanta Humala ha hecho gala estas últimas elecciones. La conducta de Otto von Bismarck en la época previa a la Primera Guerra Mundial no sorprende a nadie ni es ningún invento. Para alcanzar y mantener el poder sobre el pueblo lo primero es adecuarse a sus necesidades, sin importar las convicciones ideológicas específicas que se hayan formulado en un principio. Ollanta Humala, con la experiencia previa de la derrota, se bajó del pedestal del radicalismo y le habló en lenguaje simple al ciudadano a pie. Modificó su plan de gobierno y prometió resolver lo que a la gente más le importa. Su situación fue fortuita, es cierto, pero supo aprovechar las oportunidades y salió ganador.

La democracia, el poder del pueblo, ha elegido a este nuevo caudillo para que los guíe en los próximos cinco años. Ha elegido a un hombre incómodo, hasta cierto punto inapropiado. Es obvio que un solo hombre no puede cambiar estructuras sociales y culturales centenarias, enquistadas y metastatizadas en nuestra psique mestiza y peruana. Pero hay que tomar en cuenta de que este hombre representa un nacionalismo del que hemos empezado a dejar de sentir vergüenza.

Quizá, sólo quizá, este nuevo caudillo siembre la semilla para que un país que siempre estuvo dividido empiece a ser una sola nación.