viernes, 11 de mayo de 2012

De física, Dios y su mecherísimo arcángel Miguel

El asunto de mi agnosticismo empezó con una botella de Kola Inglesa, cuando tenía 8 o 9 años. Estaba mirando la botella, absorta, mientras me decía muy lentamente que la gaseosa no se caía porque estaba contenida en la botella. ¿Pero por qué no se caía el mar, si no tenía botella? Imaginé en ese momento toda la inmensidad del mar y alejé rápidamente el pensamiento, con temor a que me engullera. ¿Por qué no se caía el mar? ¿Por qué, si la tierra era redonda, no se chorreaba por los costados? Lentamente una palabra que había leído en el diccionario cobró sentido, aunque en una escala mucho más compleja de lo normal. Y entendí en ese instante el concepto de gravedad. 



Newton y sus fórmulas me sedujeron, al punto de escribirlas como el nombre de mi (inexistente) enamorado en las últimas hojas de mis cuadernos. Era imposible, intolerable que un hombre, Asperger sospechado y misántropo conocido, hubiese penetrado el código de lo impenetrable, hubiese empezado a conversar en la lengua de Dios. Philosophiae Naturalis Principia Mathematica me parecía mucho más Palabra del Señor que una biblia en la que el protagonista entraba en berrinches e inundaba el mundo, se dividía cual insconsciente de Freud y cometía filicidio por neglicencia y para colmo se ofendía en su extraordinaria magnificiencia porque alguien no había ido a celebrar su Santa Resurreción domingo a domingo de fiesta de guardar. 


Colegio de monjas así que mejor calladita, aunque siempre se me salía el comentario de más. Evangelion no ayudó, con los ángeles que venían a destruirnos, aunque yo siempre razonaba que para el bienestar del mundo mejor sería que sí, que nos mataran. Que éramos lo peor que le había sucedido a la Vida, profanando su equilibrio, su perfecto bienestar. Después de Newton vino Einstein, Hawkings y un descubrimiento mas bien tardío de Max Planck. Los comentarios de mi papá resonando en la distancia, que el cerebro humano es lo más cercano a la perfección que la naturaleza pudo llegar. Y que lo perfecto es enemigo de lo bueno. ¿Y acaso el cerebro y la mente humana no eran lo peor que le había pasado a la naturaleza? ¿Acaso no se habían vuelto enemigos? 


No mejoró cuando empecé a estudiar la historia, concilio tras concilio, papa tras papa, siempre lo mismo, siempre igual. ¿Quienes era los bárbaros, quiénes los cínicos? ¿Ante quién me iba a confesar? ¿Quién podía perdonarme, quién castigarme? La teología se me hacía cada vez más irrisoria, y el peso de la trascendencia se perdía una vez más. ¿Qué importaba, si yo estoy hecha de células hechas de moléculas hechas de átomos que son nada en un 99.9%? ¿Qué soy yo, sino nada? Y si mis cuantos a veces existen y a veces no, ¿qué dice eso de mi existencia? Ya no hablemos de juicios ni de infiernos ni de cielos. ¿Dónde está Jesús, dicho sea de paso? A la velocidad de la luz hace 2000 años ni siquiera habría dejado la Vía Láctea, y ya que resucitó en cuerpo y alma, ¿su masa se habría hecha infinita? A menos que hiciera un puente de Einstein-Rosen, y ya que es dios... o la proyección freudiana del id del dios asesinado... nacido de una virgen, ¿partenogénesis? Ya no peques de ingenua, ¿pero quién iba a castigar semejante pecado, la verdad?



Tenía 17 años y estaba en búsqueda de un marco mío propio moral. Porque el hecho de que no haya dios no quita que haya cosas malas, buenas, y las que no son ninguna de las dos. Tampoco quitaba que de vez en cuando mirara al cielo y dijera gracias, o que en la música encontrara algo que creo que es muy parecido a lo que encuentran los fieles en la oración. Pero lo de las gracias es un rezago de infancia, casi como mi cola perdida de cuando era embrión. ¿Y cómo culpar a la música de ser tan perfecta si habla en matemática, que tampoco existe, como escaleras que se caen después de llevarme al techo? Ideas, no tangibles, no punibles, no admirables. ¿Qué es real, al final? Vale igual que estemos en The Matrix o en el decadente mundo real. 

Pero ayer haciendo evoluciones en piso (ajeno) mi muy razonada, relajada y confianzuda certeza tambaleó por la metafórica reencarnación del mecherísimo arcángel Miguel. Inocente él, agradeciendo en plena consciencia la intervención divina en hechos perfectamente justificables, metió el sable en el único punto flaco de mi blindadísimo ateísmo. El muy audaz se atrevió a llamarme angelito, y por ese instante mi amígdala se zurró en mi corteza y dijo perfectamente clara, que si yo era su angelito entonces era innegable que existía Dios. Años de cultivar ecuanimidad, de rechazar fanatismos y disecar cuidadosamente la moral de la religión se fueron al tacho. Yo, un angelito. Punto para Dios.

Claro que hay explicaciones. Que la oxitocina mi vieja amiga, que los neurotransmisores, que las dendritas invasoras. ¿Pero y los cuantos que se separan y que sin embargo comparten información a galaxias de distancia? ¿Y la dualidad cuántica visible, y el ser y no ser? ¿Qué acaso eso no es el dios del que los otros (ellos) hablan, que es y no es? ¿Y si... y si... y si mejor me dejo de cojudeces? 

Es que no creo ni quiero creer en un dios que se ofende si no lo alabo, porque mi dios sería tan grande que no necesitaría que un coro le esté diciendo que es lo máximo todos los días mientras arde de admiración por toda la eternidad. No creo que mi dios sea más dios porque en un momento fue humano, por lo menos no más dios que si hubiera sido celecanto o libélula. Pero de repente sí existe dios, y todavía no lo descubro.  Quizá esto no sea más que la pelea invertida (rociada con pisco y en marco de fisiopatologías) entre el arcángel Miguel y una autoproclamada Lucifer. Porque esta vez él lucha por meterme de nuevo al paraíso que tan despectivamente abandoné. 

Porque esta lucha, que probablemente el mecherísimo varonazo con el que contiendo gane, me convenza que tras esa nada que 99.9% soy, existe trascendencia. Que tal vez, y sólo tal vez, ahí se encuentra Dios.