Mi relación con Excel inició en el colegio, cuando mi muy
filosófico profesor de informática decidió que aprender a usar el programa nos
iba a ayudar en la cercana vida futura libres de faldas a la rodilla y
estrógenos en ebullición. Como en general me gusta organizar las cosas no
evidentemente organizables (una curiosidad estructurada en mi muy telarañesca
mente), se me ocurrió la idea de analizar y/o cuantificar no sólo las ganancias
y pérdidas de un mes o parecidos, sino mis relaciones personales. La cosa quedó
en idea por varios años, hasta que la redescubrí vagando por mi memoria con los
ojos cerrados.
Ya estudiante de Medicina, y familiarizada con el SOAP del
día a día (para los no iniciados: Subjetivo, Objetivo, Apreciación y Plan),
decidí poner en práctica esa idea. El sujeto: mi enamorado de turno; los ítems
de evaluación subjetivos se simplificaron a preguntas con un valor numérico (del
1 al 5) y los objetivos se relacionaron con la experiencia subjetiva para correlacionarse con el importantísimo factor
emocional del proyecto. La apreciación se basaba en las evaluaciones subjetivas
y objetivas y el plan se elaboraba en base a la apreciación. Excel listo, con
colorcitos y todo, a la expectativa de ser llenado diariamente y con la opción
del placer culposo de ver mi relación en un gráfico linear.
Así, un día podía tener una apreciación subjetiva de 5
respecto a la capacidad emocional del chico y un 2 respecto a la intelectual. No
pasaron dos semanas para que me diera cuenta de las flaquezas, pero elaborar un
plan me parecía (irónicamente) frío; analizar y diagnosticar era una cosa,
tratar otra. Semana a semana (gráfico linear de por medio) veía cómo mi
relación seguía una curva suave de mejora, meseta y decaimiento. Claro que
habían días increíbles que significaban dulces piquitos en el gráfico, pero por
lo general el efecto desaparecía a los dos día y la curva seguía mostrando su pendiente
negativa.
La relación terminó con una llamada telefónica mía, y una
intervención cariñosa de mis cuatro mejores amigos acompañada de lágrimas y
Pizza Hut. Después de un horroroso Noviembre y un melancólico Diciembre,
eliminé el archivo y guardé el formato para una posterior reutilización. Cuatro
meses después volví a limpiar el formato, no sorprendida pero sí apenada, con
el dinero de un pasaje transatlántico en la cuenta y los planes de un enero
frustrados.
No he vuelto a usar el gráfico desde esa segunda vez,
básicamente porque no he tenido oportunidad de ello. También porque me da
miedo. Ver fielmente retratados mis sentimientos y posibilidades, ser (en
teoría) capaz de construir o destruir relaciones en base a la estabilidad de
sus cimientos me sigue pareciendo innecesariamente frío, sin dejar por eso de
ser atractivo. Por eso la última vez que discutí Excel con un amigo, me dolió
un poquito que dijera que lo odiaba (por excelentes razones, la verdad). Para
mí Excel no es un programa. No sé qué significa, tampoco.
Me pregunto si la próxima relación que tenga va a ser
sometida al escrutinio de sus celdas. Pero la verdadera pregunta actual es de
dónde sale esta disciplinada afición mía. ¿Qué busco, qué encuentro, qué
espero? Las respuestas me dan miedo, aunque no tanto miedo como la incógnita
más incómoda e inevitable: ¿qué quiero?
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