miércoles, 12 de febrero de 2014

De Gallos, Camarones, Surcos y Tamalitos

¿Cómo será mi piel junto a tu piel,
cardo o ceniza? 
- Chabuca Granda

Era el 2003. La segunda o tercera iteración del concurso de música criolla de Edelnor, para chicos de colegio; en realidad una de las pocas que recuerdo de esos años. Carmen y yo habíamos preparado cada una una canción.



Carmen era la que cantaba bonito. Ya había estado en la competencia, y desde niña, muy niña, había tenido mucho más interés en la música que yo. Había algo un poco herido, un poco temeroso, en sus movimientos. Era más alta, caía mejor, y no estaba exenta de dardos agudos con los que atacarme en son de defensa.

Evidentemente era mi mejor amiga y yo la adoraba, aunque tenía serias deficiencias al demostrarlo.

La canción del Gallo Camarón era muy simple a primera vista. Un gallo de pelea antes de su primera riña cantándole a su dueño que no se preocupase, que dejase de acariciarlo, que le quitase las trabas con que intentaba protegerlo. Le aseguraba con orgullo que había sido criado para reñir, le pedía que tuviese fe en su caña y en su casta. Porque él quería vivir venciendo, o morir matando.

No sé si en esa época alguna de las dos entendía lo profundo de la letra. Las lágrimas que Carmen quiso esconder cuando no pudo cantarla no necesitaron explicación alguna. Sus riñones habían vuelto a joder la pita. A mí me daba rabia, pena. Todavía no entendía muy bien cómo expresar ninguna, pero la letra que la había escuchado cantar tantas veces se quedó grabada a fuego en mi memoria. Carmen, a diferencia del Gallo Camarón, no había podido pelearla.




Yo había escuchado El Surco muchas veces, y sabía que algunas veces a solas había hecho llorar a mi papá. Me daba miedo cantarla; me daba miedo delatar alguna inconfesable y vergonzosa verdad.

Hablaba sobre fracasos. Un lucero que había germinado en infinita soledad, regado de oscuridad; una siembra echada a perder, el agua de un arroyo anhelante de libertad. El llanto de una hora triste escondido en el grito que se escondía en un canto cuyo único motivo era callar el llanto.

Me daba miedo, muchísimo miedo. Me daba miedo que mis papás se separaran y me daba miedo no entrar a la universidad y me daba miedo que ningún chico llegara a quererme. Me dio miedo cantar mi canción frente a un jurado sin Carmen a mi lado. No pasé más allá de la audición; mis papás concluyeron que era una distracción innecesaria y potencialmente dañina para mi desarrollo académico.


El Tamalito

Pasaron once años antes de que volviese a escuchar a Carmen cantar la suya, y que ella volviese a escucharme cantar la mía. Ella ya es soprano spinto, y ha tenido protagónicos en óperas con mucho éxito. Yo estoy a medio camino todavía de esa promesa académica en la que mis papás tienen tanta fe y han apoyado con tanto cariño, y a la cual ya quiero lanzarme de lleno, dispuesta a matar o morir.

Sigo cantando El Surco cuando tengo ganas de llorar.

Pero cuando tengo un ratito y miro a través de la ventana, todavía hay tamalitos que me esperan en la mañana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario