viernes, 4 de abril de 2014

Cicatrices

La primera vez que me enamoré tenía 14 años, y Tribilín 13. Nunca llegamos a besarnos, y cuando se dio cuenta de mis intenciones dejó de hablarme. Yo hice el ridículo y me metí en problemas. Pero bueno, tenía 14 años y estaba enamorada.

Era su pelo negro como el mío, su piel blanca como la leche. Sus ojos grandes, marrones, enmarcados por pestañas largas y oscuras, sus cejas fuertes, sus labios rosa. Pero lo más hermoso era, siempre había sido su cicatriz. Una cicatriz grande al lado derecho de la boca, el recuerdo que le había dejado la mordida de un perro a los dos años.

Yo ya había perdido mi sonrisa, y todavía no la había recuperado cuando Tribilín empezó a gustarme. Al comienzo no le había hecho mucho caso (era menor que yo, después de todo), y si bien habíamos tenido una época muy bacán un par de años antes cuando me enseñó a jugar basket, después de mi accidente el correr dribleando una pelota no estaba en mi lista de prioridades, ni siquiera de posibilidades.

Realmente no sé cuándo, ni cómo empezó. Pero recuerdo horas pensando en su cara y cómo movía sus hombros a la hora de jugar; el rebote lento de la pelota, el sudor encima de su labio superior. Recuerdo cómo cuando me pasaba algo bacán lo primero que hacía era pensar que sería aún mejor si estuviera conmigo. Cómo sentía, literalmente sentía en mi corazón.


Lo que yo vivía en esa época era en muchos sentidos una guerra, y no quería terminarla sin mi medalla al valor. Pero es difícil tener una medalla permanentemente puesta. Sí, puedo estar muy orgullosa de mi desempeño, pero la verdad en ese momento hubiera preferido mil veces no estar en el campo de batalla. ¡Carajo, era difícil! ¡Todos los días! Cada bocado que comía, cada vez que sonreía, cada par de ojos que bajaban para no verme la cara, dolía. Dolía, en serio dolía, ¿pero qué podía hacer yo? En serio. Echarme a llorar por mi suerte no era una opción, simplemente no lo era. Tenía que seguir luchando.

Eventualmente llegó el día en que recuperé mi sonrisa. Llegó también el día en que Tribilín vino a mi casa, y una semana después empezó mi larguísima epopeya alemana de 7 años y un poquito más. Viví, sufrí, bailé, viajé, canté, caminé, y hasta un par de veces me enamoré. Sin embargo pasaron años, muchos, muchos años para que volviese a sentirme como me había sentido con Tribilín; para que volviese a sentir esa inyección de adrenalina, esa inconfundible evidencia. Terror híbrido con alegría derramándose en mi pecho. 

Pero esa es otra historia.

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