martes, 10 de abril de 2012

Humores

Últimamente me estoy bajando en el paradero Ricardo Palma del Metropolitano, aunque no es el que queda más cerca a mi casa. Aparte de caminar, que me encanta, lo hago porque me gusta mirar a la gente. Cada uno tiene sus motivos para el people-watching, y el mío es muy simple: crearme primeras impresiones.

Puede que no suene muy políticamente correcto, pero la verdad yo no soy objetiva. Y en los últimos años he estado cultivando esta subjetividad. Jugando al error a veces se llegan a conclusiones correctas, como Max Planck y sus cuantos "discretos" de energía. ¿Qué si asumo que la gente está hecha de pedazos "discretos", posibles de ser ordenados en formas predecibles, si bien nunca perfectamente imitables? Probabilidades, matemáticas inconscientes, instinto, prejuicio. Nunca he sido orgullosa, de eso doy fe. Pero sí, estoy llena de prejuicios.

Nada es absoluto, evidentemente. Newton no discrimina entre la pelota que rebota en el vagón del tren y la que rebota en la vía afuera, y yo no discrimino sobre quién es bueno y quién es malo. Todo es relativo, hasta el mismo tiempo, como al mismo tiempo una persona puede ser el amor de la vida de alguien y la maldita perra de otra. El prejuicio, una vez aceptado, me libera de tener que justificar mis juicios de valor ante alguien. Vale decir "yo creo que es así" y darle a los otros -ellos - la libertad de dejarme persistir en mi error.

Va en orden descendiente, parece. Primero lo que veo. Con las personas de en Larco nunca llega más allá, pero es suficiente. Adivino formas, historias, sonrisas, escribo cuentos en mi cabeza de los que ellos son personajes, nunca protagonistas. Cada uno esconde miserias y maravillas de que sus cuerpos sugieren, sus medias sonrisas, sus hombros caídos. A todos los entiendo cuando no me importan. No me ciego.

Escuchar viene después. Escuchar con los ojos cerrados y con los ojos abiertos, ver cómo la verdad se delata en las comisuras de los labios, en las cejas, cómo sube un tono, baja otro, una letra se hace larga y se dice a sí misma que no. Que no es cierto, que está mintiendo, que es sólo un mecanismo de defensa para que el otro no se de cuenta. Escuchar involucra no hacer preguntas, dejar que cada uno cuente su historia, que la maquille, que la mienta, la deconstruya. Lo más importante no es lo que dicen, sino lo que quieren comunicar. Lo más importante no es la mentira, sino el por qué quieren mentir. O por qué quieren confiarme una verdad.

Lo difícil son los olores. Porque puedo cerrar los ojos y no ver, puedo ponerme el iPod y no escuchar. Pero una vez que un olor se mete dentro no sale. Para oler a alguien tengo que estar cerca, muy cerca, y un olor nunca puede callarse u ocultarse como un grano o una mala noticia. Detesto el olor de las personas del Metropolitano, las personas que no conozco y que tampoco quiero conocer. Es una cercanía forzada, personas que sólo me interesaría ver de lejos, con pinzas. Sin embargo no es el sudor mismo lo que me da asco.

Mi mamá les llama "humores", y me gusta esa palabra, porque involucra tanto sentimiento como olor. El humor es lo que sale de adentro, la máxima expresión de realidad. Mi prejuicio es máximo cuando se trata de los humores, y me involucro emocionalmente sin opción a dudar. O me gustan o no, no hay un punto medio. Aceptación o rechazo. Y la gran mayoría del tiempo es rechazo. Lo cual no es un problema.

El problema es cuando los acepto.

El problema fue cuando el tinte ácido del sudor del chico que estaba sentado en el sillón me gustó. Y cuando aprendí que el miedo también olía, el mismo miedo que su boca callaba y del que sus manos daban pistas. De eso hace años, pero nunca lo he olvidado. Cuando aprendí que lo que sale de una persona es el verdadero (adorable, despreciable, ineludible) yo.

Soy prejuiciosa porque las primeras impresiones de los humores no cambian. No hay secretos revelados, no hay versiones ni interpretaciones. Son. O no. Los humores no son sujetos a objetividad ni a razones. Por eso siempre les creo. Y me duelen cuando los pierdo, me desgarran cuando los extraño. Se meten debajo de la piel, y ahí se quedan siempre. Aunque me digan que los olvide, que los deje ir, que no valen la pena. Son ellos, míos. Como yo fui en un momento de ellos. Como (para qué engañarnos) lo sigo siendo.

1 comentario:

  1. La observación es solo un paso para despertar todas las intuiciones en una mente sensible determinada a manifestar imaginarios posibles e irreales. Poder construir un paralelo al mundo que vemos. Y es que la verdad no es del todo tangible, sino es más interpretable. Son las cosas con las que uno se identifica las que darán rienda a sensasiones que seguirán el flujo de interpretaciones en otras personas. Excelente.

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