Era una fiesta con Josema, para
variar. De esas que empiezan en San Isidro y terminan en Miraflores. ¿Algo más?
Bueh… también hablaba inglés. Pero esta vez no era drug dealer.
Ubicándonos un poco era viernes de noche, como la vez pasada ya más de un año atrás. Tacos blancos, vestido rosado de lunares, escote, strapples, vincha y delineador. Vodka de Pharmax, jugo de pera de Gloria, jato de franceses de intercambio en la que la palabra “fashionista” me parecía tan apropiada como “tibio” para describir el sol. ¿Se entiende? El pata… era de Estados Unidos. De Flint. Michael Moore, anyone? Esta es la historia de Roger & Me.
Mis amigos lo miraron de arriba a abajo, cuando se acercó. Pinta de gringo tenía de aquí a la otra cuadra, y los dos (amigos míos) están tan hechos a la Europa vieja que todo lo que repte a este lado del atlántico es motivo de arrugada de nariz, sonrisa comedida y un “aj” que generalmente no necesita nada más. Pero, puestos a ello y sin ganas de matar ya tantas neuronas atraqué al gileo y sonreí un poquito de más. “Por lo menos no le des nuestro vodka, es un ladrón de trago.”, fue la única advertencia. O.K. Nada de trago. Como si lo necesitara.
Detalles, que bailamos un rato, me contó maso su vida y yo le mentí maso la mía. Que nos fuimos a Larcomar en un micro atestado de Australianos preciosos y fumadísimos, y que aunque el plan era Gótica nunca llegamos a entrar. Y sí… la hicimos larga para las cuatro cuadras que son hasta mi casa.
Grande fue mi sorpresa al día siguiente cuando me llegó un mensaje suyo invitándome a salir. Pero mi destino del día era sala de partos, y le dije que no, dejando la posibilidad abierta un poquito nomás. Peor mi sorpresa el domingo, que me volvió a escribir, ahora para cenar. Caminamos un rato de parque en parque de por mi casa, algunos silencios incómodos pero la firme determinación de su parte de conocerme. Escéptica como me enseñó a serlo el putísimo febrero 2012 (gracias en gran parte a la colaboración de Alexander DeLarge), inicié un ataque a medio motor con las típicas repelentes insinuaciones de estar en plan de una relación de verdad, pero el Roger de Flint no se espantó. Es más, siguió caminando. Y me preguntó si quería salir una vez más.
Google chat va, google chat viene, el lunes en la noche estaba en el Terrazas no-viendo el partido de tenis de turno con su Roger más. Y empezó la duda. Alexander DeLarge me había dejado hacía tres semanas, y yo había sentido el dolor en toda su honestidad y sin nada de anestesia. El punto de quiebre lo determinó una canción de reggaetón en mi (nuevo) iPod y un poema de Luis de Góngora en las últimas páginas de uno de los libros de Pérez-Reverte sobre El Capitán Alatriste. Un sacerdote culterano del siglo de Oro español hablando sobre la fugacidad de la belleza y de la vida, de la necesidad del disfrutarlos antes de que se todo se convierta “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada” y un reggeatonero narrando que “…hoy voy a hacerte olvidar, el pelo te soltaré, haré una historia con tu cuerpo que en tu mente plasmaré” si la chica en cuestión lo aceptara. Carpe diem. Let’s do it.
Cordero era la palabra que más se me venía a la mente, arreglándome. Polo azul, shorts gris claro (no tengo beige, que hubiera sido perfecto), sandalias del color de mi piel, aretes, pulsera y anillo. Engalándome como un cordero a punto de ser sacrificado, un tributo a lo Catniss Everdeen. Cada paso se sentía como entrar voluntariamente al matadero. Pero como siempre digo, para ganar es necesario invertir.
Roger me soltó el pelo ese martes. Y, sorprendentemente, le hizo olvidar a mi mente la historia que mi cuerpo había plasmado en ella, las cicatrices los dedos de Alexander, aunque fuese sólo por un momento. Hubo un predecible aumento exponencial en el flujo de SMS post. Oh, baby, it feels so good. Too good.
Es rico gustarle a alguien. Subir el volumen y dejar los hombros caer, reír, mirar a los ojos y saber. Simplemente saber. Bembos con ají y kétchup, malecones de la mano, rones, hielos. Amigos, piscos, porn-star wannabes, confesiones de madrugada de viernes santo y mundos pequeñísimos. Sí. Todo eso es genial. El problema, como siempre, son las emociones. Que no llegaron a los extremos del controversial Noviembre 2011, pero sí hicieron acto de presencia.
El inicio del fin fue una guitarra, protagónica frente a la pared blanca de su cuarto. Le pregunté si tocaba, y me dio un concierto de tarde de otoño que se resiste a dejar de ser verano. Las cuerdas hicieron vibrar el aire que hizo vibrar mis tímpanos, cuyo ritmo calmó los latidos de mi corazón y me dijo que escuche, que no hable. Porque esos dedos me estaban contando una historia que no era mía para ser interrumpida. Porque dentro de mi Roger de Flint había mucho más de lo que habría sospechado. Más de lo que, siendo honesta, me había importado.
Me quité el anillo ese día y terminé apresurándome hacia el ascensor, casi corriendo las diez cuadras hasta mi casa, avergonzada, impúdica, atestada de culpa. ¿Tan rápido había olvidado a Alexander? ¿Había concebido, había dejado traslucir algún sentimiento? ¿A quién engañaba? Yo no estaba bien. Yo no podía querer. ¿Por qué quería mentirme? ¿Ignorar las lágrimas que había llorado un día anterior? Roger no era para mí, así como yo no era para él. ¿Pero acaso había sido yo de alguien? Esa lealtad a Alexander que sentía haber traicionado, ¿acaso no era ficticia, inexistente? ¿No había sentido el denigrante sabor de metal en mi boca, la metafórica sangre en mi espalda? ¿Qué no recordaba bien? Había sido rechazada por el aristócrata. Suplida. Sorry.
El mío fue un mail de disculpas superficial, tentativo. La respuesta de Roger fue extensa, larga como la racha de emociones que la tarde de guitarra suscitó. Honesta. Lloré un poquito al recibirla. Un poco más al responderla con igual de honestidad.
Me respondió que lo había sorprendido. Que había roto la cajita de vidrio en la que tan diligentemente me había encasillado, que había volado su mente, que le había recordado que las personas interesantes se encontraban en todos lados y que había una razón para emocionarse. Si era verdad o caricias profilácticas al ego de una probable mujer despechada, no lo sé. Lo que sé es que reboté. And just like that, curé.
Al día siguiente salí, y sí, plan Ferrari, mi esencia es así. El siguiente viernes estaba yo con mi falda de lentejuelas mate, polo con apliques tejidos, la misma vincha y los tacos blancos, caminando en busca del limón, abrazada fuera de la reja por uno que no me quería dejar ir. Y es que enamorarse, como me enseñó Roger, no es el único final feliz.
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