No toda relación entre un hombre y una mujer tiene que pasar por el gusto,
aunque sería conchudo negar que Dom me gustó la primera vez que lo vi, así como
la segunda y la tercera. A lo que me refiero es que en la época en la que
empezamos a ser importantes el uno para el otro yo ya estaba con Leo y él con
Mariana, y aparentemente ambos estábamos satisfechos con nuestras relaciones.
Dom es residente de cirugía, y nos conocimos cuando hizo en su rotación de
gastro en mi pabellón de medicina interna, el 4I. Marcelo (mi co-interno) y él
estudiaron en el mismo colegio y se conocían superficialmente. Últimamente me
veo rodeada de ex-alumnos del Milton, que por esas casualidades nada casuales
del destino limeño es el mismo colegio donde estudió Alexander.
Era agosto, hacía frío y yo estaba en el asiento de atrás. Estábamos en camino a la casa de Marcelo,
chelas y raje en la agenda. Dom volteó, esa sonrisa entre narcisa y fashion que los hijitos de papá tardan
poco en perfeccionar:
- Un toque grande tu polo, ¿no? –dijo, con sorna en la voz.
- Es de Leo. –respondí, con un leve timbre infantil.
- Leo tu no-enamorado.
- Whatever makes you sleep at night, sweetie. –respondí en un tono
condescendiente que hizo reír a Marcelo, mirándome a través del espejo
retrovisor.
- En realidad tú y Leo son idiotas. ¿Creen que no sabemos? Estaban
agarrando con las capuchas puestas fueran del pabellón. –respondió Dom, un poco
picado.
- Tienes un gran futuro en la NSA,
Dom, no lo desperdicies. –respondí,
sonriendo ampliamente.
Lima estaba gris, húmeda y un poco hipocritona en sus grados centígrados,
como siempre. Dom abandonó la pulla, tocó un par de veces el vidrio de su
ventana con los nudillos y miró a Marcelo, levantando las cejas.
- ¿Tienes chela, no? ¿O vamos al grifo? –dijo.
- Tengo, tengo. Hace un frío de mierda. –respondió Marcelo, frotándose un
brazo.
- Hace un frío de Lima. –respondí yo, sonriendo. Acababa de regresar a Lima
después de haber pasado diez semanas en Oxapampa y Pozuzo con Qaleidoscopio, lo
que me hacía sentir un cariño muy tierno por los defectos de mi ciudad.
Ya en la casa de Marcelo nos instalamos en la salita de los sillones rojos,
iPod de Dom en los parlantes, mis pies fuera de mis zapatillas y recogidos a un
costado en el sillón. Le mandé un mensaje a Leo avisando que iba a llegar tarde
y me dispuse a escuchar todos los chismes que fueran necesarios hasta que la
malta con lúpulo hiciera el gentil favor de ponerme en bandeja el único que
quería escuchar: la versión de Dom sobre su relación con una chica de mi
promoción, Camila.
Me detengo en ese momento para exhortar a todo el que busque una historia
trascendental y filosófica en el sentido más tradicional a que deje de leer: no
es mi intención hacer una gran crítica social ni una disertación sobre las
causas que marcan el sino de nuestra existencia. Me gustaría ser una heroína
cuya biografía inspirase grandeza de alma y alguna otra cualidad positiva en
quien la lea, pero tengo la decencia de admitir que no lo soy. Me limito a
exponer con toda humildad mi historia a quien pueda serle útil o entretenida.
¿Siguen conmigo? Perfecto, continuemos.
La historia iba así: a fines de Mayo Dom gileó con Camila, quien no poco
antes había estado en plan de cazar a Leo, mi actual enamorado. Según se decía
y se colegía, Camila seguía un poco desorientada por haber terminado
recientemente una relación larga. El gileo entre Dom y ella en sí no tenía
mucho de raro: residentes e internos emparejándose en una rotación es una de
las bases de la vida social hospitalaria. Si quiero ponerme pesada podría
argumentar que estéticamente Camila es mucho más proceso que materia prima y
Dom es un carilindo, pero el detalle que me interesaba eran las dos versiones
del mismo suceso, situación que encontraba parecida a la yo que había vivido
hacía relativamente poco con Alexander.
Según Camila el asunto había sido de lo más serio, con intenciones
definidas y formalidades presentes: citas propiamente dichas, visitas en la
casa de cada uno y hasta la presentación semi-oficial al papá. Según Dom, el
asunto había sido “una huevada y por ahí se escapó un beso, pero cuando te
pregunten niégalo todo, yo estoy con Mariana, jamás terminé con ella. En todo
caso yo no soy ningún héroe, y si una chica se me regala como Camila va a pasar
por caja de hecho. Pero si te preguntan tú no sabes nada”, fina cortesía de
Marcelo.
¿Por qué me interesaba la (discutible) inocencia contrastada con el genuino
espíritu pendejo de un hombre aparentemente nacido para tomar y desechar lo que
quiera? La empatía toma las formas más inesperadas, un saludable recordatorio
de que todos compartimos una considerable porción de ridiculez humana por mucho
que intentemos desligarnos de ella.
- Mira, lo que te pudo haber dicho Camila… –empezó a argumentar Dom, ya por
su segunda cerveza.
- Camila no me dijo nada. –respondí, cortándolo. – Yo me enteré por mis
amigos, en Wasabi. – lo cual era parcialmente cierto.
- ¿En Wasabi?
- En la mesa del arbolito. –sonreí. Era un dato irrelevante que aun así le
daba carácter y autenticidad a mi versión de los hechos.
- ¿Qué sabes? –preguntó, frunciendo el ceño con un poco de sorpresa pero
sin llegar a sentirse amenazado.
- Nada de primera mano. –dije yo, con exactitud y lo que consideré una
conveniente dosis de (fingida) humildad.
Estaba a punto de aprender dos lecciones en ese momento, aunque no lo
sabía. Me sentía muy digna, con la espalda muy recta y la consciencia
aceptablemente limpia. Dom tomó un trago de su cerveza, tiró la cabeza para
atrás y me miró directamente a los ojos.
- Yo también sé una historia de segunda mano, de Óscar, de la promo del año
pasado.
Si hubiera tenido algún líquido en la boca habría hecho un escándalo, pero
mi saliva sola bastó para atorarme.
- Que te lo gileabas abiertamente, el pata tuvo feelings y todo… mientras estabas con otro.
Bajé la mirada involuntariamente y le di un sorbo a mi botella sin ninguna
elegancia: el amargo de la espuma era dulce a comparación del trago que Dom me
había hecho pasar en dos oraciones.
Me despedí pronto y en el taxi camino a la casa de Leo pensé en la poco
sistemática pero efectivísima forma en la que se propaga la información de la
vida mundana. Yo me había enterado del asunto de Camila y Dom a través de
conversaciones semi –interesantes una tarde mientras comía sushi con mis
amigos; Dom probablemente se había enterado de la historia de Óscar en alguna
de las docenas de reuniones entre internos y residentes siempre hambrientos de chismes.
¿Acaso mi historia con Leo no ha sido y sigue siendo la comidilla de turno?
Interna con externo, ambos con personalidades muy definidas y fama de raros:
somos una pareja improbable por decir lo menos. En caso de que no haya quedado claro
a estas alturas, la mayoría de mis amigos y en especial Qaleidoscopio (tengo un
dolorcito opresivo en el pecho cada vez que lo menciono) no creen que debería
estar con él. Admito que Leo es un gusto adquirido que a veces me desespera,
pero nadie me abraza como él, y en el momento en que lo necesitaba no hubo
nadie que me diese el cariño que él me dio. Así que sí, no será el más perfecto
de los hombres, pero en el día en el que se jugaba el juego él vino (todo de
azul y puestos los lentes) y jugó bien.
Leo ya había apagado las luces de su casa cuando llegué. Estaba sin polo,
exhibiendo el cuerpo por el que trabaja tanto; sé cuán profunda es su
disciplina y lo admiro por ello, aunque he de admitir que a veces su constante
búsqueda de admiración me exaspera un poco. Abrió la reja sonriendo, y me
abrazó con un brazo. El olor de su barba me embriagó de seguridad.
- ¡Hola! –me saludó, un tono de sorpresa fingida en su voz, como si no
hubiera estando esperándome. Me sentí reconfortada: su tono predecible se
sentía como un bálsamo.
- Hola. Pof. –dije abrazándolo. “Pof” es una abreviación que significa “te
quiero” en su idioma.
- Pof. ¿Me ayudas a cortarme el pelo? Parece colifor. –dijo, ya entrando a
la casa.
- Sí claro.
Me saqué las zapatillas en la sala y caminé hacia el pasillo donde está su
cuarto, dejando huellitas blancas de talco en el parquet oscuro. Su mamá se
había ido de viaje, como de costumbre, y su abuela ya estaba dormida.
Leo se sentó en la silla de su escritorio, extendiéndome un par de tijeras.
Dejé mi mochila a un lado mientras escuchaba las instrucciones que tenía
respecto a su pelo.
- ¿Qué tal con Marcelo? –preguntó mientras se examinaba en dos espejos.
Sonreí agradecida: usualmente Leo no extiende su interés más allá de él mismo o
lo que le atañe directamente. – Pensé que te ibas a demorar más. ¿Estuvieron
con Dominic?
- Sí, sí.
- ¿Y de qué hablaron? –dijo, aún mirándose en el espejo.
Sentí una discretísima forma de presentación de celos de su parte, y por
algún motivo me hizo sentir peculiarmente halagada.
- De Camila. –respondí, mirando atentamente al reflejo de sus ojos. Se
sobresaltó un poquito en los trapecios y los deltoides, aunque lo disimuló muy
bien. – Dom y Camila. Sabías, ¿no?
- Maso. Creo que todo el mundo sabía en esa época.
Expresó cierto disgusto en las comisuras de los labios y desvió los ojos
del espejo. No le gusta que le recuerde a Camila y a veces la critica espontáneamente,
una muestra poco sofisticada pero agradable de lealtad hacia mí.
- Yo me enteré el mes pasado. –dije.
- Las mentes pequeñas discuten otras personas. Las mentes grandes discuten
ideas. –dijo él, pretendiendo zanjar el tema filosóficamente. Sonreí, me
acerqué a darle un beso y cogí las tijeras del escritorio.
Le corté el pelo mientras él me dirigía desde los espejos. Olía a recién
bañado y el pelo le caía por la espalda, pegándose a su cuerpo. Cuando
terminamos intenté sacar la mayor parte con una escobilla y fuimos a lavarnos
los dientes para dormir.
El ritual que tenemos es uno de los más bonitos que yo alguna vez haya
tenido, y definitivamente el que más ternura me despierta. Nos lavamos los
dientes en el baño mientras él me da pataditas en las nalgas, repitiendo
“monga” con el tono del niño pequeño que es en su alma. Me saco los lentes de
contacto y dejamos la ropa doblada al costado de la cama, él haciendo poses de
fisioculturista amateur tan graciosamente que no puedo evitar sonreír. Se echa
en el lado derecho de la cama, aprisionando la manta debajo de su hombro, y yo
me hecho en el espacio que queda, abrazados.
- Abrazo, apierna. –dice, y entrecruzamos las piernas antes de darnos un
beso.
Dormir con Leo me tranquiliza; echados en su cama, la luz del poste por la
ventana y acurrucada bajo su barba el resto del mundo guarda silencio y sólo
existimos los dos. Por muy difíciles que sean los problemas que me esperan
fuera de esa cama, mientras estoy ahí no pueden molestarme.
Nos despertamos con el sonido de buque que es su despertador. Desayunamos
leche con polvo de proteínas sabor a vainilla, él en su taza azul y yo en la
taza de panda que siempre me da cuando desayuno en su casa. Esquivamos
exitosamente a su abuela, que insiste en llamarme “la chiquita” a pesar de que
soy tres meses mayor que Leo y estoy un año más adelantada en la universidad.
Caminamos de la mano hacia el Metropolitano, él agarrándose a los pasamanos y
yo a su cuerpo, mi cabeza en su pecho, su corazón latiendo como un metrónomo
lento y preciso. Nos bajamos, aún de la mano, caminando en la mañana del
hospital que guarda tantos secretos. Eran las seis y cincuenta esa mañana
cuando nos despedimos en la puerta del 4I.
Pasé a través de mi fila de pacientes, saludando con cortesía a la mamá de
Marujita, mi paciente crónica. Entré al cuartito, que es donde pasamos la
mayoría del tiempo que no estamos con los pacientes.
- Buenos días. –escuché detrás mío. Dom, con una sonrisa en la voz.
- Buenos días. –respondí, sin muchas ganas de hacerle caso. Abrí mi
casillero y me acordé súbitamente de Alexander. ¿Cuál habría sido su casillero?
¿De repente ése?
- Ayer me pasé de la raya. –escuché. Su tono era neutro, descriptivo.
- Sí. –concordé, con la misma neutralidad.
- Te pido disculpas. Traje una ofrenda de paz.
Volteé a mirarlo y había dos cafés en la mesita donde hacemos las
evoluciones.
- ¿Tregua? –preguntó.
Cogí uno de los cafés sin decir nada pero sin poder reprimir del todo una
sonrisa.
A partir de ese día la relación entre Dom y yo se hizo más fluida, tal vez
porque ambos habíamos destilado el veneno que teníamos guardado para el otro y
en el proceso ganamos respeto mutuo. No digo que haya sido un intercambio
particularmente maduro o adulto, pero cuando su rotación en el pabellón terminó
seguimos reuniéndonos para almorzar.
A inicios de Setiembre Dom organizó una de las legendarias reuniones en su
casa, una parrillada ecléctica en la que internos y residentes se reunían en
pretendida armonía para conversar de lo mismo que conversan todos los días. Leo
y yo ya estábamos haciendo macerados y nos aparecimos con uno de coca, yo en
tacos, leggins de cuero y una chompa blanca holgada.
Si bien yo ya sabía que Dom estaba en el mismo Olimpo económico de Marcelo,
me imaginaba que su casa sería más el templo de un dios secundario, no un
Pérgamo en todo derecho. Cuando llegamos fuimos escoltados hacia el jardín,
donde una parrilla perfecta estaba siendo manejada por un cocinero. Una barra
blanca de empresa de catering era atendida por un par de barmen y el jardín
estaba amoblado con asientos de cuero blanco. Saludamos a Dom y le dimos el
macerado, que Dom agradeció con entusiasmo, pero no pude evitar sentirme como
Felipito cuando le regaló una flor a Mafalda y dijo haberse sentido como si le
hubiera regalado un terrón de azúcar a Fidel Castro.
Leo y yo estábamos en territorio ajeno, perfecto para abrazos que iban a
pasar sin miraditas y besos que no iban a suscitar preguntas estúpidas. La
música fue subiendo de volumen y el jardín se fue llenando de personajes conocidos
y desconocidos. Leo se fue a conversar con otras personas mientras yo hablaba
con ex residentes míos y otros internos. Se me acabó el primer chilcano de la
noche y dejé el grupo en el que estaba para acercarme a la barra, mirando a mi
alrededor.
Estar constantemente en el hospital, que es básicamente el objetivo del
internado, te pone en contacto con algunas realidades y te aísla de otras. La
realidad de la fragilidad humana es mi compañera de todos los días, la realidad
de la escasez de recursos, el sufrimiento, la pobreza, lo poco que parece
importarle la salud de la población peruana a los políticos que nos gobiernan,
la realidad de que los que fungen de jefes no necesariamente saben más que tú:
todas esas realidades son el universo en el que me muevo y en el que me siento
cómoda, especialmente cuando se trata de Medicina Interna.
Pero esa noche caminé los ¿quince metros? ¿veinte? que me separaban a la
barra de chilcanos y me choqué con una realidad con la que la vasta mayoría de
peruanos no se chocan: Lima linda. Lima linda, que es como le digo yo, es la
Lima que viaja al extranjero todos los años, veranea en Asia y come sushi para
celebrar; la Lima para la que pagar lo que mis pacientes no pueden por una
tomografía de emergencia es un precio más que aceptable por un par de zapatos.
Esa realidad estaba cristalizada en un grupo de chicas extremadamente bien
arregladas que conversaban mirando intermitentemente sus celulares, sentadas
con las piernas cruzadas y el pelo largo con reflejos rubios cayéndole sobre
los hombros. Era imposible no notar la congruencia de su estética y su
fonética, las Daisy Buchanan limeñas con voces llenas de dinero, el acento
inconfundible de la clase alta limeña. Ellas son las bonitas que no
necesariamente son bonitas pero se hacen bonitas en el racismo peruano que la
identifica como blancas; ellas son las que están a la moda y bien maquilladas
porque sus mamás, que han conseguido mucho de lo que tienen por haber estado a
la moda y bien maquilladas, las acompañaban a comprarse zapatos elegantísimos
mientras todavía estaban con uniforme de colegio. Ellas son las enamoradas, las
futuras esposas. Ellas son lo que yo no.
Bajé la cabeza involuntariamente y de la nada recordé el rayadísimo Salmo
23: “y aunque camine en el valle de la muerte, no temeré”, acompañado a la foto
de un pollo caminando frente a algún KFC. Sonreí la primera vez por la ironía
de utilizar un texto sagrado para una ocasión tan profana, y la segunda porque
al sonreír en ironía había contrarrestado lo muy intimidada que me sentía, así
que se podría decir que me ayudó. Últimamente he estado flirteando un poco con
el catolicismo en el que fui criada gracias a la enternecedora influencia de
Leo.
- Nunca me dijiste por qué te interesaba la historia de Camila. –escuché
detrás mío, mis manos apoyadas en la barra. Dom modula la voz en una forma innata,
prodigiosa en seducir sin esfuerzo para luego dejar sin remordimiento.
- Empatizo con ella. –respondí en fingida compostura, sorprendiéndome al
pensar que el probable futuro esposo de las chicas lindas limeñas se sentía
mucho menos intimidante que ellas.
- Por favor. La desprecias. –se puso a mi costado, apoyando su espalda
contra la barra. Bajé la cabeza, negando ligeramente.
- Empatizo con ella. –repetí. –Sé qué se siente ser el daño colateral de un
pendejo.
Frunció el ceño y me dio una mirada escéptica.
- ¿Tú?
- La historia que crees conocer la conoces a medias. –respondí mirándolo a
los ojos.
- Ilumíname.
- Tú primero.
- No hay mucho que decir. No me gusta, nunca me gustó en serio, pero
tampoco iba a desperdiciar la oportunidad.
- No eres ningún héroe.
- Exacto. –sonrió, aunque creí entrever una gota de vergüenza en su
semblante. Soslayó su expresión con un sorbo de su nuevo chilcano y siguió
mirándome, expectante.
- ¿Habría sido sólo una vez, o más? –pregunté. El barman dejó mi chilcano
en una servilletita frente a mí.
- No sé. Fácil. –miró al costado y levantó la mano en un saludo
inespecífico.
- ¿Un año, tal vez? –continué, en voz más alta, y volteó a mirarme de
nuevo.
- ¿Un año? Ni cagando. Yo nunca terminé con Mariana.
- Yo nunca estuve con Alexander. –dije, y le di un sorbo a mi chilcano. Nos
miramos fijamente. –De tu cole, Medicina Cayetano.
Demoró unos segundos en atar cabos y la sorpresa se dibujó en su cara.
- ¿Alexander DeLarge?
- Un año. Óscar fue mi intento de darle celos. No funcionó. No me quería.
Le di otro sorbo a mi trago y miré rápidamente a mí alrededor. Leo
conversaba con Marcelo no muy lejos de ahí.
- Bueno, ya tenemos nuestros tragos. –dije, forzando una sonrisa.
Me escabullí rápidamente y al llegar a Leo lo abracé, escondiendo mi nariz
en su brazo. Me abrazó de vuelta, inconsciente de mi agitación. La dulzura de
su fuerza me acogía, librándome de enfrentarme a lo incómodo.
Poco después las personas empezaron a bailar y yo comencé a mover los
hombros en Glasgow, de David Guetta.
Sentía las ganas de bailar que están entre las hijas naturales de la música y
alcohol (de todas las hermanas una de las menos peligrosas), pero también sentía
cierta nostalgia por las épocas en las que no tenía enamorado o en todo caso a
alguien que fungiera de uno. Recordé las fiestas con Josema que invariablemente
comenzaban en San Isidro y terminaban en Miraflores, en las que siempre conocía
a un pata que terminaba de personaje de cuento en mi blog.
- Oye, ¿Dom no tiene flaca? –me preguntó Leo, regresándome a la realidad.
- Claro. Mariana. –respondí sorprendida, tal vez un poco avergonzada.
- Bacano.
- ¿Por? –pregunté. Sus ojos apuntaron a una mesita de tragos, en una
esquina poco iluminada del jardín.
- Mira.
- La puta madre.
Hice el ademán de levantarme pero el brazo de Leo se me puso de baranda,
tocándome ligeramente el muslo que él tenía más lejano.
- No es tu roche.
Sus ojos enormes me miraron, casi una advertencia. El silencio hacía eco,
como subrayando una sugerencia que mi docilidad escuchó como orden.
- True.
Ni Dom ni yo hicimos alusión al asunto en la extendida recapitulación de la
fiesta en el hospital, a pesar de desmenuzar concienzudamente sus pormenores.
El siguiente miércoles en la noche yo ya había sacado a Rex a pasear y estaba
echada en mi cama viendo tele, la mayor parte de mi pizza casera en el
refrigerador. Mi mamá todavía no regresaba de su guardia, eran casi las nueve
de la noche y mi celular sonó. Dom.
- ¿Aló? –contesté.
- Hola ¿Estás en tu casa? –preguntó. Su tono era animado, tenía una sonrisa
en la voz.
- Sí. –respondí, con la misma sonrisa en los labios.
- Toy cerca. ¿Te caigo?
- Cáeme.
Me levanté de la cama preocupada por el estado calamitoso de mi buzo y mi
cara lavada. Me puse rímel, ropa y una casaca encima, y no pasaron más de tres
minutos entre la tela en mi espalda y el sonido del timbre en mis oídos. Estaba
a punto de abrir la puerta de la sala cuando escuché la llave de mi mamá en la
reja.
- Buenas noches, señora. –escuché, la puerta entreabierta. –Soy Dominic, un
amigo de Gabriela. Espero no molestar.
Abrí la puerta del todo.
- Hola mami. –dije, con la mejor de mis sonrisas.
- Hola, hijita. ¡Pasa, pasa! –le dijo con reconfortante confianza a
Dominic, que bajó la cabeza en un gesto muy cortés. – ¿Ya sacaste a Rex?
–continuó, mirándome.
- Sí, hice pizza también, ¿quieres?
- No, no, coman ustedes nomás.
Mi mamá entró a la sala con su paso corto, abarcándonos en una mirada
amable pero perspicaz, muy parecida a la que me dio cuando se enteró de Óscar
en la época de Alexander.
Dom entró a la sala con un porte majestuoso: estaba en zapatillas, jeans,
un polo verde agua y una casaca ploma, pero había algo muy elegante en la forma
en la que se llevaba.
- ¿Qué hacías por aquí?
- Vine a visitar a Guti, ¿pizza? –preguntó con los ojos muy abiertos y las
cejas levantadas, rompiendo el hechizo.
- Pizza. –respondí, asintiendo con la cabeza.
Entramos a la cocina, Dom mirándolo
todo con curiosidad. Abrí la refrigeradora, él la congeladora gemela y jaló
algunos cajones, husmeando. Como si me leyera la mente cerró la puerta,
sobresaltado.
- No te molesta que mire, ¿no?
- No. –sonreí. La rigurosa
(obsesiva) organización en la que mi mamá mantiene mi casa es digna de ser
vista.
- Estaba escuchando a Sinatra en
el carro. –dijo, sentándose en una silla. –No sé por qué me hizo pensar en ti.
- ¿Qué canción? –metí tres pedazos
de pizza en el hornito.
- My way. Una pregunta, ¿quién es el pata que siempre aparece en tus
fotos de portada?
- ¿Has estado stalkeando mi Facebook?
- ¿Qué, pensabas que era un deporte exclusivamente Cayetanense?
Nos reímos en complicidad, mirándonos a los ojos.
- Qaleidoscopio. –respondí.
- Qaleidoscopio. –repitió.
- No estamos en un buen momento ahorita. –el
hornito hizo “clin” y me puse un par de manoplas para sacar la pizza. – En
realidad no nos hemos hablado desde que regresamos de Pozuzo.
Guardamos silencio, el ruido de mi colocar
los pedazos en los platos protagónico y deliberadamente alto.
- ¿Y qué tal Pozuzo, vas a hacer tu SERUMS ahí? –dijo respetuosamente
después de un tiempo prudencial. Me encantó que a pesar de ser usualmente tan
incisivo hubiese entendido que el tema Qaleidoscopio era demasiado serio para
bromear sobre él.
- No voy a hacer SERUMS. –dije, forzando una sonrisa. Ése tampoco es un
tema fácil para mí. –La verdad no sé qué voy a hacer después de la universidad.
Se supone que me voy a ir a USA; es la única forma de hacer especialidad y no
hacer SERUMS.
- No es la única forma, pero te entiendo, el SERUMS es una mierda. Aunque
si te vas con alguien es tolerable. Guti y yo, por ejemplo… –levantó la mirada y
entendió en ese instante que mi versión de Guti no estaba disponible y él
estaba metiendo el dedo en la llaga inadvertidamente. –La pizza está increíble,
¿en serio la hiciste tú?
- ¡Sí!, Marcelo me pasó la receta. –dije, cerrando el tema con entusiasmo.
Qaleidoscopio, Pozuzo, SERUMS, Leo. Durante el último año y
medio se me ha acusado de insensible y debo admitir que lo he sido. Mi
insensibilidad, a veces rayana en crueldad, es la razón principal por la que no
he hablado con Qaleidoscopio desde que regresamos de Pozuzo.
Podría decir que Pozuzo tiene la culpa de que haya decidido
no hacer SERUMS. Haber salido de madrugada con un papel higiénico en la mano y
una almohada en la cara para silenciar mi llanto a gritos definitivamente no le
da puntos a favor, pero tengo que admitir que la culpa no es de Pozuzo, mucho
menos de Qaleidoscopio. Lo que pasó es que en Pozuzo las mentiras que me había
estado diciendo a mí misma para mantener a raya el dolor dejaron de funcionar.
Quiero dejar algo en claro: yo quiero a Leo. Cuando estoy con él y me abraza, cuando me escondo
debajo de su barba, cuando dormimos juntos en su cama, en ése momento no hay
ayer ni hay mañana, y yo lo quiero, lo quiero muchísimo. Pero la razón por la
que salí llorando esa madrugada es que me di cuenta de que por mucho que lo
quiera, por mucho que lo quiera querer, mi piel sigue llena de cicatrices con
forma de dedos. Y esos dedos son los de Alexander.
He sido y sigo siendo insensible con el resto porque yo
misma siento que estoy sangrando, estoy llorando amoratada en el piso frío y no
puedo decírselo a nadie porque quiero a un hombre al que no le importo. Además,
¿cómo puedo pedir compasión sabiendo que yo soy traidora? Estoy con Leo aunque
sé que lo dejaría en el instante que Alexander viniese.
Como dije antes, me gustaría ser una heroína que inspirase
coraje, me gustaría haber remontado el más doloroso rechazo de mi vida con
sabiduría y fortaleza, me gustaría no haber herido a mi mejor amigo y no
haberme metido a una relación con un chico muy brillante pero con el que soy
obviamente incompatible.
Dom y yo terminamos lo que quedaba de pizza y lavamos los platos. Fuimos a
la sala y él conectó su iPod al equipo. Hacía frío de Lima de nuevo y estiró su
brazo, mirándome en una invitación a que me apoyara en su hombro. Lo hice y me
tocó el pelo, acariciándome la cabeza un poquito.
- When
you try your best, but you don’t succeed… –empezó a cantar Dom, volteando a
mirarme. –When you get what you want, but
not what you need…
Sonreí con pena. Esa canción me
hace acordar a Alexander.
- When you feel so
tired that you can’t sleep… ¿Quieres bailar?
Dom me ofreció su mano, sonriendo. La cogí y nos paramos el uno frente al
otro en la alfombra, y él levantó la mano que le había tomado hasta ponerla
detrás de su cuello.
- And the
tears come streaming down your face, when you lose something you can’t replace.
When you love someone but it goes to waste… –canturreó, bajando su cabeza
hasta mi oreja. – Lights will guide you
home, and ignite your bones, and I will try to fix you.
Fue el momento, el frío, su
olor. Fue el sonido de su voz susurrándome, como si fuese un trovador cantando
a propósito la historia que yo había vivido, un Hamlet recreando en escena lo
que había sido real. Fue el silencio en la canción, fue que no había podido
decírselo a nadie, fue que lo que siempre callaba llenaba mi cabeza casi todo
el tiempo. Volteé la cabeza y acerqué mis labios a sus oídos.
- Alexander se va a ir a USA. Y también hizo su rotación de Medicina Interna
en el 4I. –susurré.
Me abrazó, cogiendo mi cabeza con una mano y apretándola contra su pecho,
mis lágrimas luchando encarnizadamente para derramarse en ríos, mi cara a punto
de romperse en un sollozo.
- Yo tampoco sé qué carajo hago con Mariana. –susurró de vuelta.
Inspiré profundamente, balanceando mi cuerpo junto al suyo. Seguimos
abrazados por un largo rato después de que se acabó la canción.
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