Soy médico, y el serlo es una parte fundamental de mi identidad.
Creo que el hecho de que sea algo tan natural en mí es lo que me lleva a no
hablar de él en este blog, así como no hablo de las duchas que me doy o de la
comida que como. Pero hoy voy a hacer una excepción; hoy es un día importante.
Hoy hace un año vi a una paciente mía morir ahogándose por su propia sangre mientras su
esposo la abrazaba, intentando calmarla. La escuché gritar “mamá” en su desesperación. Vi cómo
dejaba de moverse para caer en la camilla, en paro. Y luego vi a su esposo regresar al cuarto y ver el cadáver de la que fue su mujer con un tubo en la
boca, como si fuera un accesorio de mal gusto.
Fue mi paciente en Oxapampa, y sólo sé la historia de su enfermedad.
Había empezado, según lo que ella me contó, como un limón duro en el lado
derecho de su pelvis. Fue creciendo con el tiempo, y su vientre también empezó
a crecer. Fue a un par de médicos en su localidad, pero el tamaño de su abdomen
seguía aumentando, como si estuviera embarazada. Después empezó a faltarle el
aire. Un médico de su pueblo le drenó líquido amarillo de
los pulmones. Llegó al hospital un par de días más tarde. Un año
después de descubrir el limón.
Mi paciente había llegado con un diagnóstico
errado, y cuando terminé de hacerle la historia clínica pensé en cómo darle la noticia.
Sabía que no podía decir “es cáncer” sin la patología en la mano. Sabía que no
podía hacer nada, no en ese hospital. Estaba estable, así que fue dada de alta
con referencia a Lima, al hospital de mi universidad, donde de repente sí se podía hacer algo. Estaba almorzando antes
de irse cuando volvió a faltarle el aire.
La primera sospecha fue que el derrame pleural otra vez la
había vencido. Mi compañero corrió a buscar al cirujano para colocarle un tubo
de tórax, y yo que me quedé parada unos segundos en el pasillo. No era el derrame,
me di cuenta. Era una tromboembolia pulmonar. Mi paciente sentía que se ahogaba
porque un coágulo había viajado desde la vena más grande de su cuerpo hasta sus
pulmones, bloqueando el paso del resto de sangre que regresaba buscando
oxígeno. Por más que se esforzaba esa sensación de terror seguía, cada vez
mayor. Era consciente de que se estaba muriendo.
Yo sabía que no podía hacer nada. Yo sabía que lo que estaba
viviendo era sólo el último paso en una larga cadena de acontecimientos que yo había
recibido demasiado tarde como para poder cambiar en algo su trayectoria. Yo
sabía que había llegado al hospital a morir; y a pesar de saberlo, esa muerte
se sentía inevitablemente mi culpa.
Hoy hace un año comprendí lo que significaba luchar por la vida de alguien. Hoy hace un año aprendí lo que era perder esa lucha. Rezo para que su alma esté con Dios.
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