viernes, 6 de marzo de 2015

Autoindulgencia Reflexiva

Estábamos con gente, pero para mí era igual que si estuviéramos solos y en silencio. Yo lo miraba un poco de lejos, a pesar de estar cerca; algo había pasado desde esa noche en la playa, pero no podía identificar qué. No había pasado nada específicamente triste o malo, y sin embargo yo tenía esta expresión de melacólica insatisfacción en el alma.

- ¿Tienes sed? – preguntó.
- Un poco, sí.
- ¿Quieres una chela?
- Hm… quiero una cremolada de fresa, la verdad.

Me miró, consciente de la naturaleza caprichosa de mi deseo.

- No creo que la podamos conseguir aquí. –dijo, mirando para los costados. Pequeña y súbita ansiedad se delató en su tono.
- El Curich está a unas cuadras. –dije. –Ahorita regreso.
- ¿Te acompaño? –dijo, irguiéndose.
- No te preocupes. –dije yo, parándome.
- No te vayas a regresar a tu casa y me dejas plantado aquí.
- No –sonreí, frunciendo un poco el ceño en incredulidad –. Ahorita regreso.

No lo sentía fuerte, y me sentía fuerte yo. No era necesariamente cierto, pero ese tipo de cosas no necesitan ser ciertas. Salí de la reunión y caminé lentamente, mis lentes de sol reflejando el rojo. Esa tarde era verano muriente pero no por eso menos caluroso, y yo estaba en shorts de jean relativamente nuevos, Havaianas y un polo delgado.

Compré dos cremoladas de fresa en el Curich y empecé a tomarme la mía de regreso. Mientras caminaba me pregunté seriamente en qué momento estaba yo en mi vida: ¿qué viaje empezaba, qué camino terminaba? Me comparé silenciosamente con mis recuerdos, epopeyas de pretendidos colosos y viajes a tierras donde vivían los elfos. ¿Servía de algo recordar? Quería regresar al pasado y recuperar lo perdido, pero siendo honesta ni siquiera fue tan bonito en el momento. La verdad es que he vivido mucho de mi vida en silenciosa desesperación.

Me paré en el Malecón y dejé que el olor de mar diluyera mis pensamientos, una mezcla de sal y arena, agua fértil y brisa. Por más que quisiera ya no podía recordar otros olores. Sentí ira y ganas de llorar al mismo tiempo. Estaba en el Malecón con un vasito vacío de cremolada, lamentando haber perdido a quien no me había dado nada.

Regresé al departamento donde era la reunión.

- Te traje una –le dije, acercándole la bolsa–. Me acabé la mía en el camino.
- Gracias.

Me senté a su lado y vi cómo mi presencia lo relajaba.
- Está buenaza –dijo, refrescantemente auténtico.
- Sí, ¿no? –respondí yo; su energía se reflejó en mí y súbitamente sonreí.
- ¿Quieres?
- Ya me acabé una. –le dije, aún sonriendo.
- ¿Quieres? –repitió, y había algo en él tremendamente seductor.
- Sí.

Me abrazó de vuelta, como recluyéndome del grupo que nos rodeaba.
- Me gusta cuando sonríes. –me dijo.
- Me gusta sonreír –respondí –. Voy a hacerlo más.

En eso estoy.

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