domingo, 1 de marzo de 2015

La vida de Orfeo después de salir del Hades

Anoche me puse mi vestidito marinero a rayas para salir a Barranco, el otro distrito que tiene mar y que está razonablemente cerca de mis dominios. Iba a ver al Artista y a su amigo el Actor, diciéndome que tengo 27 años, mi vida está en stand by y mis amigos son menores que yo. No, no había mucha esperanza en mi corazón anoche. Pero igual ahí estaba yo.

Hay algo de Barranco que es acogedor, y no necesariamente son los recuerdos. Miraflores es mío pero Barranco me recibe como la casa de un viejo amigo, y a cada esquina veo y siento que soy bienvenida y que cosas increíbles pueden pasar, como han pasado antes y definitivamente volverán a hacerlo. 

Me parece un poco (muy) irónico que la esperanza mitológica que tenía antes haya dado paso a este pesimismo prematuramente saturado, a este "¿para qué?" derrotista que prefiere rendirse antes de luchar. Sentada en un sillón antiguo la tristeza que nace del propio fracaso curvaba mi boca hacia abajo, hasta que la inesperada pregunta de una cámara de iPod me arrancó una carcajada. Sí, estaba viva. Sólo tenía que tocarme el pecho para sentir mi corazón latir. 

La vida después de infierno se siente un poco como si hubieran desaturado los colores. Regresé a este mundo que creía que sabía cómo era pero me doy cuenta que los colores que se ven blancos y dorados en realidad pueden ser negros y azules (feos, pero igual). Volteo la cara y miro a los lados esperando escuchar los ecos de la muerte pero de la nada aparece el mar hecho sardina en el Juanito, por ejemplo. Capitanes que se toman, patiecitos llenos de flores y plantas, dolces far nientes y un vaso de rico chocolate frío. La vida que no puedo imaginar sólo sucede cuando salgo de mi cuarto. 

Terminé (terminamos, Imago, Loko y yo) en un tradicional lugarcito para que bandas desconocidas se conozcan entre ellas, mientras selectos invitados habitantes de mundos pequeñísimos los escuchemos, los aplaudamos y digamos tonterías mientras los vemos tocar. La vida latía en esa especie de olla, y de la nada sentí como si estuviera presenciando lo que debería ser el inicio de una gran epopeya, no mía pero epopeya igual. Lo que estaba escuchando era la esperanza.

Hay lecciones que me falta aprender: no juzgar, por ejemplo. Que a veces renunciar a los sueños es lo maduro. Que el dinero es importante, mucho más importante de lo que a juventudes idealistas les parece; que no conozco ni el hambre ni el frío que su falta puede generar. Mi papá me dijo hacer poco algo muy cierto: "el que quiere algo se pone de pie todos los días y sale a buscar su suerte." 

Ayer  me puse de pie y salí a buscar la vida a la que se supone que regresé hace ya bastante tiempo. La encontré sin voltear demasiadas esquinas ni buscar con particular ahínco. Yo sé que está ahí. Yo sé que está aquí mismo. Me doy cuenta de que lo que tengo que aprender ahorita no lo voy a aprender mirándome al espejo. 

(Por fin.)

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