Me habían desinvitado a una fiesta. Yo estaba con mi blusa azul y mis zapatos rojos, iniciando lo que sería la última gloria que iban a conocer. El taxi paró para mis solitarios previos, esperando a que fueran las 11 e ir a saludar a Morpheus por su cumpleaños. No estaba con ánimos de caza, ni en plan de conquista. Simplemente estaba ahí. Esperando.
Entré a Sargento y saludé a Morpheus y a su amigo, Alexander DeLarge. Lo conocía desde hacía tiempo, aunque nunca habíamos hablado. Según mis amigos Alexander se parecía a mi ex, el Elfo, pero a mis ojos había muchísima diferencia. Puse una jarra de chilcano y empezamos a hablar de cosas que a ellos les gustaba. Le pregunté a Alexander en qué quería especializarse, y me dijo que en dirección de cine. Maxim me vino a la memoria y sonreí con su declaración. En ese momento sentía que había que tener huevos para aceptar que después de siete años, quería otra cosa. Lo consideré valiente, hasta cierto punto revolucionario. Pero había algo... algo que me impedía creerle. Sonreí, y brindé. La estaba pasando bien.
Pronto vinieron más personas. El Guapo (otro conocido), Alexander y yo nos separamos del grupo, cada uno argumentando convicciones políticas mientras sorbíamos pisco con algún otro sabor. Le dije al Guapo para bailar, y me respondió que prefería escuchar la música. Touché. Tomé un trago, sonreí, y seguí conversando. Mis labios rojos dejaron huellas en el vaso, mientras mi ego se lamía rápido la herida nueva, caminando. Alexander me dijo de pronto para bailar. Y bailamos.
Era extraño el sentimiento: ser cazada en vez de cazar. Seducida, torpemente pero aún así, ser pasiva, receptiva, mantenerme a la expectativa. Me hizo una pregunta y le respondí que sí. Me cogió de la mano (aunque ya lo había hecho antes) y empezó nuestra historia.
Nos besamos por primera vez en Barranco, en la calle del Sargento, lejos de los ojos de Morpheus y sus amigos. Tuvimos que regresar cuando empezaron a reventarnos los celulares al unísono, y en el éxodo grupal hacia los carros se compró un pan con pollo, que me invitó pero no quise morder. Intercambiamos celulares, miradas y silencios. Morpheus me dijo que no me preocupara por cómo iba a llegar a mi casa (yo le había tenido que prestar dinero a Alexander, y no me había quedado con mucho), que Alexander era un caballero. Alexander me preguntó si me jodía ir en micro, y yo dije que no. Al final otro amigo suyo nos dejó en mi casa, en donde me despedí con un beso en la mejilla y una mirada aterrada de él al temer que se hubiese escuchado un comentario mío.
Los elementos de la historia ya estaban en posición, sólo esperando que se tejieran anécdotas entre ellos. Él, yo, mi casa, el secreto. Morpheus me contó el lunes siguiente que Alexander era un aristócrata, y yo le dije que me encantaba su fonética. Pasaron cuatro días antes de que me llamara, para juntarnos de nuevo. Ansiosa su voz, el tono de su llamada, y sorprendentemente asequible el mío, sumiso. Era un juego que yo nunca había jugado... y que, en realidad, no supe bien cómo jugar.
Después de ese viernes nos juntamos sábados, y miércoles intercalados, de tarde, solos, en mi casa. Era un universo pequeño, de cuatro paredes, con soundtrack de The Beatles y películas de portada. El silencio era patente, oscuro, pero aún lo ignorábamos. Nos teníamos miedo mutuo, creo. Mi elfo aparecía de vez en cuando en sus manos, en sus lentes, y alguna que otra vez lo llegué a escuchar en su voz. Pero era diferente, completamente diferente.
Extraño, quizá, estúpido definitivamente, pero adictivo e irresistible para mí no someterme.
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