lunes, 1 de noviembre de 2010

Fue una noche de Julio

Fue una noche de Julio en Rivendel, un Lunes la verdad. Estaba con mi elfo, de camino al cumpleaños de una elfa de la que sólo había escuchado hablar, nerviosísima por ser el primer día en dos años y medio que había visto mi Elfo con Lentes. Ya me había dado cuenta, pero todavía no quería ver. Maxim Gurki, se llamaba esa elfa. La llegué a conocer muy bien.

Era verano, muy frío, muy verde y con muchas estrellas. El Bosque sonaba a cuentos y los elfos conversaban en Quenya. Había un elfo alto, muy alto y muy guapo, casi como una escultura del renacimiento; se parecía al David de Miguel Ángel, y cuando fui a Florencia decidí que era él. Fue muy bueno conmigo, muy amable, demasiado. Detestaba cómo su trato contrastaba con la frialdad polar de mi Elfo.


Las cosas fueron de mal en peor, por mi culpa, por su culpa, por la gran culpa de los dos. En un momento me preguntó qué quería y yo le dije que nada, a lo que me respondió que le parecía muy bien porque nada me podía dar. Decidí que David iba a ser mi premio consuelo y nos dimos un perfectísimo beso detrás del estrado de un fest, en una banquita donde me sentí feliz, tranquila, una igual. No duró más que un par de horas, pero me dejó un dolor mucho más manejable que el horroroso dolor que era estar en el otro lado del mundo a sabiendas que la razón por la que había ido no me quería ver más.

Maxim Gurki apareció con su risa y su pelo y sus muchas ganas de hablar. Me hizo sonreír, bailar y una vez hasta me hizo gritar. La pasé bien con ella y gracias a ella. Igual dolía, pero... se podía aguantar.

Mi Elfo con Lentes y yo nos fuimos a Florencia, lo cual la terminó de cagar. Lloré por unas cuatro cuadras, con tacos y ampollas y silencio y soledad. Y justo después nos amistamos. El último día, perfectísimo día, caminamos como escondiéndonos de un futuro y un pasado que no queríamos ni debíamos recordar. Regresamos en el tren, algunas cosas solucionadas, otras todavía por curar.


Después del regreso el Altote vino a visitarnos a Rivendel. Fue muy bonito al comienzo... no tan bonito después. Cada segundo que estaba me hacía más evidente que yo no era de ni vivía en el Bosque. El Altote me gustaba todavía, y aunque no tenía oportunidad la cagué (otra vez). A veces me alegro, a veces me apeno. La verdad, no sé.

Mi último día en Rivendel fui a la fiesta de un elfo que no conocía y en la que no iba a estar ninguno de los otros elfos con los que había hablado. Me aburrí bastante, pero al final en la puerta de la casa me puse a conversar con un elfo medio borracho de polo rojo. No era más bonito ni más alto, pero era diferente a los otros. Le conté una verdad y me contestó otra verdad también.

Regresamos en el carro de mi Elfo con Lentes y no sé por qué toqué el hombro del Elfo de Polo Rojo. Me cogió la mano y entrelazó sus dedos con los míos, y yo besé su dorso y toqué su polo con ganas de llorar. Quería besarlo pero no podía. Tenía que dejar Middle Earth en pocas horas y sólo nos despedimos con un abrazo que me convenció que de todos los elfos que había besado, era justo ése que no besé de quien debería haberme enamorado.


Cuando regresé busqué por todas partes en mi maleta y en mi cuerpo pero no encontré mi corazón. Lo había dejado en el Bosque pero no sabía cuándo, ni dónde, ni con quién. Pensé que se había quedado detrás de un escenario con David, o en un museo de Florencia con mi Elfo. Recién en febrero me di cuenta de que lo había dejado en la mano del Elfo de Polo Rojo, mi Pon Pon. Hablábamos por ICQ casi todos los días y era dueño de casi todas las sonrisas que sonreía yo.

Lo enamoré porque estaba enamorada de él, y por un tiempo él cedió y se enamoró de mí también. Compré los pasajes y saqué la visa al Bosque con planes de canciones, jabones y paseos por Rivendel. Pero un mes antes del viaje estaba frente a la computadora, tirándome una clase que sí venía en el examen, llorando sin el más mínimo pudor.

No quería regresar al Bosque, donde había estado casi un año atrás. Mi Elfo con Lentes ya no me quería y el improbabilísimo contrario se había probado realidad. Siete años habían terminado en tres. David se había marchitado sin vuelta atrás y Pon Pon, mi Pon Pon adorado, mi amor herido me había dejado de hablar. Necesitaba ser feliz, no podía soportar la soledad. Necesitaba volar con las alas de las que me había hablado Pon Pon, en ese salto suicida que era amarse y cogerse de las manos para volar.

Sin embargo yo sabía que podía convertirme en Dédalo y construirme alas de mentira, y hasta conseguir a un Ícaro con quien volar.

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