Alexander me había estado ignorando por dos semanas. Yo había conversado con mi amigo Oshie, y él me había sugerido "forget the lad, get another one." Asumo que estaba con mi carita triste en la puerta de SOP en gineco, porque Óscar se me acercó y me preguntó qué pasaba. Cuando le contesté con la verdad, me dijo que no valía la pena y me dio un beso en la mejilla.
Un par de horas después estaba con mi par de amigas del pabellón, evolucionando o pretendiendo que lo hacíamos, cuando el tema de los chicos de la otra universidad surgió. Eran dos, uno alto y uno no, el alto risueño y el otro serio. No me acuerdo exactamente las palabras, pero el reto de agarrarme al serio se estableció, con un coca sour de apuesta y el sábado de deadline. Era miércoles, como siempre. Y Óscar ya me había dado un beso.
Le escribí por Facebook esa noche. Me respondió muy tarde, o al día siguiente, y el jueves yo aparecí por el pabellón la cantidad justa de segundos para que me notase mi presencia pero no lo suficiente para que hablásemos (usé esa estrategia unos meses después y volvió a funcionar, pero esa es otra historia). El viernes Óscar se quejó de nuestra falta de comunicación y aprovechando la providencia que lo traía a Miraflores me autoinvité a una reunión que tenía con sus amigos.
Ya no era por el coca sour, la verdad. Era la caza, el trago, no sé, la noche. Era Noviembre, ese día 4, y con la nerviosa seguridad de una alumna que ya lo había hecho una vez rescaté una técnica del libro de gileo y le pedí que me acompañara a tomarme un shot de cachaza. Mientras me lo servían le pregunté si había problema alguno en que me lo agarrara, y me dijo (en un tono fallido de seductor) que no. Shot servido, lo tomé de un sorbo y luego lo besé con tranquila precisión, frente a sus amigos. Gol.
El resto de la noche fueron besos casi continuos, saltimbanqueando entre Barranco y Miraflores, y al día siguiente vino a mi casa en la noche, con las intenciones del turco. Le dije que no quería un agarre, y que no era que había un otro, sino que él era el otro. Óscar dijo que era refrescantemente honesta. Se fue a su casa sin ninguna mentira mía, y yo me fui a dormir sin ninguna culpa.
El lunes acompañé a un amigo a que dejara unos recibos, y en la espera Alexander empezó a mandarme SMS, su tradicional “Nos juntamos?”. No le respondí el primero, y al segundo le dije que no, sin ánimo alguno de correr a mi casa para recibirlo. Me fui con mi amigo y su enamorado a tomar margaritas al Chili's. Ya medio borracha a Alexander se le ocurrió llamarme y darme su crítica de los capítulos de una historia semi-ficticia (cuento de blog) que le había mandado hacía por lo menos una semana. Le dije que estaba borracha, y que no le estaba prestando demasiada atención.
Llegué a mi casa y cuál no sería mi sorpresa al encontrar a Josema sentado en mi sala, esperándome. Recién llegado de Tailandia, bronceado, Josema me contaba de sus improbables planes y yo asentía con candor. Mi mamá se molestó por el olor a tequila, y me fui a dormir con la secreta victoria de haber no haber flaqueado ante Alexander.
El martes, aún empoderada por lo del lunes, le dije a Óscar que viniese a mi casa, que mi mamá no iba a estar. Pero mientras se acercaba la hora me arrepentía cada vez más de mi propuesta. Cuando tocó el timbre salí a recibirlo en buzo, sin ganas de arreglarme como lo hacía para Alexander. Verlo perfumado, arreglado y peinado me generó rechazo visceral. Hacía tiempo que no sentía uno de esos.
Con un poco de maestría de mi parte y mucho de mala suerte de la suya logré intimidarlo lo suficiente para que nada pasara, y el asunto terminó en una humillación (suya) consolada por un par de abrazos. Al día siguiente conversamos tranquilamente sobre el asunto, y al despedirnos me dio un piquito de despedida que más parecía haber sido un error de cálculo que una intención recatada.
Llegué a mi casa ese miércoles, y Alexander me escribió casi apenas me conecté. Le dije que me llamara por teléfono, porque quería conversar con él. Se escuchaba la ansiedad en su voz, y yo le dije cómo sentía que no teníamos nada en común, que no sabíamos casi nada el uno del otro y que recientemente había conocido a personas que me habían parecido muy interesantes. La conversación terminó conmigo preguntándole "y bueno, ¿a qué hora vienes a mi casa?".
Cuando se fue me quedé dormida, y cuando desperté sólo me interesó ver Nat Geo y no mi Facebook. Me desperté muy temprano el jueves, y encontré un mensaje de Óscar. Había estado de guardia, y no le gustaba, pero "lo que me gustó MUCHO, a pesar de todo, fue besarte hoy." ¿Besarme? ¿Nos habíamos besado? ¡El piquito...!
Fui lo más rápido que pude al hospital, intentando interceptarlo antes de que saliera de guardia. Le dije que Alexander había ido a mi casa el día anterior, y que lo sentía. Según él hice una pequeña escena, por la cual luego me hizo una pequeña recriminación, diciendo que "así no somos nosotros". Nosotros. Plural.
Conversamos por teléfono en la noche, sobre piñas y Hawaii. Me dijo una cosa, a la que le respondí "yo también", y cuando colgamos sonreí sentada en el parqué de mi cuarto, la luz del poste colándose a través de mis persianas.
El sábado 12 de Noviembre me compré un vestido blanco como el de Inez en Midnight in Paris, y lo combiné con un cinturoncito innecesario y sandalias del color de mi piel. Recogí a Óscar de su guardia en el hospital. Tomamos el Metropolitano, y por la estación de Javier Prado escuchamos a Frank Sinatra desde la radio de algún señor. Fuimos a la Emolientería y caminamos por las calles de Miraflores, besándonos. Intenté olvidar la verdad. Fue imposible.
Él no era Alexander. Era sólo un patita romanticón intentando hacerse el patán. Fue una cita muy linda, pero terminé llorando, porque por más borracha que estuviese (él) nunca iba a ser su igual.
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