No recuerdo tan bien el sueño ahora, pero recuerdo quién estaba y quién no estaba ahí. Era el naufragio de una ciudad, y que yo tenía que salvarlos; recuerdo que el héroe no era Leo sino El Guapo, a quien no había visto hacía meses. Había conversado con él a menudo en Facebook y Qaleidoscopio consideraba que la virtual intimidad era inapropiada. Yo había comentado una foto del Guapo y él me había hablado del atmospheric mist.
El Guapo había dado su opinión sobre varias cosas en el último mes y yo coincidía. Desde anestésicos disociativos hasta convicciones políticas (nunca ausentes en su presencia), el Guapo sonaba sospechosamente parecido a esa voz interna mía que había estado intentando callar. Luego vino ese sueño: Leo no estaba ahí, y El Guapo sí. Fue de lo primero que me di cuenta.
¿Infantilmente sugestionada? Probabilísimo. ¿Exagerada, emocional, moralmente ambivalente? Sí, claro que sí, pero no era nada nuevo, era yo. Y "yo" es alguien a quien temo con justa razón.
Era obvio para mi pequeño entorno que mi obsesión con Leo era tan natural como lápiz labial en un cocodrilo. Previos intentos lo habían denominado rinoceronte negro con corazón de angelito, y hasta cierta teología había sazonado el asunto. El punto de quiebre fue el 28 de Julio, pero tampoco es que fue una sorpresa; fue más bien el primer capítulo de la crónica de una muerte anunciada.
El mejor 28 de Julio de mi vida empezó conmigo de un pésimo humor caminando hacia las cataratas Delfín con Qaleidoscopio y su enamorado. Aparte de hacerme todo lo insoportable posible tomé fotos y más fotos cuyo protagonista era el atmospheric mist. Almorzamos, regresamos a Haus Verónica y luego fui testigo de un llanto histérico que me aterró.
Era la primera vez que veía a alguien llorar por amor. Era en serio, era a gritos, era desesperado y desesperante y lo más aterrador era que la causa parecía no tan importante pero evidentemente lo era. Si es que a esas alturas todavía necesitaba un empujoncito ser testigo de ese llanto fue como recibir el empujón de una demoledora. Una hora después salimos todos en grupo, al Rumbash. Habíamos estado yendo casi cada noche de esa semana, previando en la terracita de Haus Verónica. Cada noche de esa semana había sido honestamente genial, y no podía evitar sentirme cada vez más culpable.
En el Rumbash fui la beneficiaria de una tregua por la que no había luchado en absoluto. Se suponía que no estaba de cacería, y que mis juegos eran sólo exabruptos controlados sin consecuencia alguna. Bailé, tomé, me desaparecí. Fue toda una serie de símbolos, como las veladas amenazas de una guerra terrorista. Negro, tirado por los árboles en el rechazo de un recuerdo que debía ser entrañable. Rojo, una invitación y el recuerdo de una gloria. Regresé tarde (temprano ya) sentada en la parte de atrás de una moto por segunda vez en la semana, y no se me ocurrió mejor idea que ponerme a cantar en alemán. No podía evitar reírme. Era una canción de victoria, y en mi pierna había una herida abierta hecha por una verja que pronto se haría cicatriz.
Al día siguiente me enteré que Leo la había pasado bien también, con sus amigos en la playa. Había tenido una epifanía emocional no del todo distinta a la mía, sobre un pasado que no quería dejar ir.
Los días que me quedaron en Pozuzo se hicieron más difíciles. Desde el río de los renacuajos canté, una y otra vez, esa canción que me seguía atormentando. Come away with me, in the night. ¿Qué acaso no lo había hecho ya? ¿Por qué lo seguía deseando? Se suponía que estaba enamorada. Se suponía que iba a regresar a Lima, a Leo.
En la madrugada del 2 de Agosto no pude soportarlo más y huí del cuarto que compartía con Qaleidoscopio, un rollo de papel higiénico y mi almohada en la mano; me acompañaba Duke, el perrito de la casa. Corrí un par de cuadras, deseperada, y me senté en la vereda frente a la iglesia de San Camilo. Me puse la almohada en la cara para mitigar los gritos de mi propio llanto. ¿Por qué estaba llorando? ¿Por qué, por qué tenía tanto miedo de articular la respuesta?
Regresé a Lima con una cosa menos de las que había ido. Perdí a Qaleidoscopio y no hice nada para recuperarlo, ni en ese momento ni después. Como esa vez hacía más de un año antes, los elementos de la historia ya estaban en posición, sólo esperando a que se tejieran anécdotas entre ellos. Leo, yo, mi llanto, el secreto. Él ya se las olía, se las había olido desde que dejé de desearle esos dulcísimos sueños todas las noches.
Sería injusto decir que apenas regresé perdí toda intención de terminarlo. La tuve, varios días, cocinándose en mi cabeza. Pero eventualmente el temor a la lesbiana Soledad pudo más. Si había sido sweetdragon tantos años, ¿por qué no volver a edulcorarme de nuevo?
Como las fotos de atmospheric mist, es necesaria la perspectiva para apreciar su valor. Apenas pude vacié la tarjeta de mi cámara y las encerré en una carpeta. Recién la volví a abrir hacer unos días, y pude entender su belleza.
Radica, sencillamente, en todo lo que deja atrás.
El Guapo había dado su opinión sobre varias cosas en el último mes y yo coincidía. Desde anestésicos disociativos hasta convicciones políticas (nunca ausentes en su presencia), el Guapo sonaba sospechosamente parecido a esa voz interna mía que había estado intentando callar. Luego vino ese sueño: Leo no estaba ahí, y El Guapo sí. Fue de lo primero que me di cuenta.
¿Infantilmente sugestionada? Probabilísimo. ¿Exagerada, emocional, moralmente ambivalente? Sí, claro que sí, pero no era nada nuevo, era yo. Y "yo" es alguien a quien temo con justa razón.
Era obvio para mi pequeño entorno que mi obsesión con Leo era tan natural como lápiz labial en un cocodrilo. Previos intentos lo habían denominado rinoceronte negro con corazón de angelito, y hasta cierta teología había sazonado el asunto. El punto de quiebre fue el 28 de Julio, pero tampoco es que fue una sorpresa; fue más bien el primer capítulo de la crónica de una muerte anunciada.
El mejor 28 de Julio de mi vida empezó conmigo de un pésimo humor caminando hacia las cataratas Delfín con Qaleidoscopio y su enamorado. Aparte de hacerme todo lo insoportable posible tomé fotos y más fotos cuyo protagonista era el atmospheric mist. Almorzamos, regresamos a Haus Verónica y luego fui testigo de un llanto histérico que me aterró.
Era la primera vez que veía a alguien llorar por amor. Era en serio, era a gritos, era desesperado y desesperante y lo más aterrador era que la causa parecía no tan importante pero evidentemente lo era. Si es que a esas alturas todavía necesitaba un empujoncito ser testigo de ese llanto fue como recibir el empujón de una demoledora. Una hora después salimos todos en grupo, al Rumbash. Habíamos estado yendo casi cada noche de esa semana, previando en la terracita de Haus Verónica. Cada noche de esa semana había sido honestamente genial, y no podía evitar sentirme cada vez más culpable.
En el Rumbash fui la beneficiaria de una tregua por la que no había luchado en absoluto. Se suponía que no estaba de cacería, y que mis juegos eran sólo exabruptos controlados sin consecuencia alguna. Bailé, tomé, me desaparecí. Fue toda una serie de símbolos, como las veladas amenazas de una guerra terrorista. Negro, tirado por los árboles en el rechazo de un recuerdo que debía ser entrañable. Rojo, una invitación y el recuerdo de una gloria. Regresé tarde (temprano ya) sentada en la parte de atrás de una moto por segunda vez en la semana, y no se me ocurrió mejor idea que ponerme a cantar en alemán. No podía evitar reírme. Era una canción de victoria, y en mi pierna había una herida abierta hecha por una verja que pronto se haría cicatriz.
Al día siguiente me enteré que Leo la había pasado bien también, con sus amigos en la playa. Había tenido una epifanía emocional no del todo distinta a la mía, sobre un pasado que no quería dejar ir.
Los días que me quedaron en Pozuzo se hicieron más difíciles. Desde el río de los renacuajos canté, una y otra vez, esa canción que me seguía atormentando. Come away with me, in the night. ¿Qué acaso no lo había hecho ya? ¿Por qué lo seguía deseando? Se suponía que estaba enamorada. Se suponía que iba a regresar a Lima, a Leo.
En la madrugada del 2 de Agosto no pude soportarlo más y huí del cuarto que compartía con Qaleidoscopio, un rollo de papel higiénico y mi almohada en la mano; me acompañaba Duke, el perrito de la casa. Corrí un par de cuadras, deseperada, y me senté en la vereda frente a la iglesia de San Camilo. Me puse la almohada en la cara para mitigar los gritos de mi propio llanto. ¿Por qué estaba llorando? ¿Por qué, por qué tenía tanto miedo de articular la respuesta?
Regresé a Lima con una cosa menos de las que había ido. Perdí a Qaleidoscopio y no hice nada para recuperarlo, ni en ese momento ni después. Como esa vez hacía más de un año antes, los elementos de la historia ya estaban en posición, sólo esperando a que se tejieran anécdotas entre ellos. Leo, yo, mi llanto, el secreto. Él ya se las olía, se las había olido desde que dejé de desearle esos dulcísimos sueños todas las noches.
Sería injusto decir que apenas regresé perdí toda intención de terminarlo. La tuve, varios días, cocinándose en mi cabeza. Pero eventualmente el temor a la lesbiana Soledad pudo más. Si había sido sweetdragon tantos años, ¿por qué no volver a edulcorarme de nuevo?
Como las fotos de atmospheric mist, es necesaria la perspectiva para apreciar su valor. Apenas pude vacié la tarjeta de mi cámara y las encerré en una carpeta. Recién la volví a abrir hacer unos días, y pude entender su belleza.
Radica, sencillamente, en todo lo que deja atrás.
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