Una de las cosas que más se aprecian de una persona es su capacidad de desempeñarse con entusiasmo en las tareas que le encomiendan. Sean estas desafiantes intelectualmente o emocionalmente denigrantes, esta cualidad es siempre bienvenida, elogiada y, muchas veces, esperada.
Es fácil al inicio. Por ejemplo, al comienzo no me importaba salir de la cama quince minutos antes para poder maquillarme (bueno, la modesta versión que tengo de maquillarme) antes de ir a la universidad. O escoger mi ropa, por ejemplo, cosas que combinen... de repente hasta hacer unos abdominales la noche anterior. Quería dar una buena imagen, acorde con la buena imagen que tengo de mi identidad interior. Me sentía poderosa, femenina, adulta. Iba en el micro con la dignidad intacta, la autoestima elevada.
Luego me chocaba con la mole de concreto que es la realidad: las mujeres que me rodean son infinitamente más femeninas que yo y mi gran proeza de ponerme máscara de pestañas y desenredarme el pelo cae mucho más cerca del "mínimo indispensable" que del "excede expectativas". ¿Ropa combinada? Frecuentemente discutible. ¿A la moda? Sencillamente irrisorio.
Mi dignidad de micro se había topado con una cultura hasta entonces desconocida: la cultura de la belleza. Lo peor es que me ha quedado muy en claro a lo largo de cinco años que la cultura de la belleza de mi universidad palidece mortalmente al ser comparada con la cultura de belleza de otras universidades. Hay toda una dimensión de la feminidad que conozco pero me rehúso aceptar como mía. Yo soy una mujer, pero no soy así.
¿Así cómo?
Así como que no me preocupa si mi pelo está ordenado o no. Como que no me parece mal ir a una fiesta en polón y zapatillas. O que no le veo el punto a arreglarme para ser vista por un grupo de personas cuyos máximos exponentes masculinos son mis amigos (con los cuales la mínima esperanza de tener una relación está un poquito más allá de la siguiente galaxia). Que cuando salgo (en las pocas ocasiones que salgo), mi motivo de arreglo personal es única y exclusivamente el no sentirme abrumadoramente opacada (y a veces ridiculizada) cuando me enfrento ante el batallón de estrategias embellecedoras de las otras, más cultas, exponentes de mi género.
¿Por qué no tomo cartas en el asunto y convierto mi cuerpo en un digno paradigma de la cultura femenina? ¿Por qué no le hago caso al peluquero (estilista?) que me cortó el pelo la última vez y me hago esa iluminación dos tonos más clara? ¿Por qué no renuncio a dar improductivas vueltas en la cama y me doy en trabajo de hacer algo estético por mi cara recién despertada?
Por que me da flojera.
Me da flojera. Y es un círculo vicioso, lo sé. Me da flojera arreglarme, me siento intimidada frente a mujeres arregladas, evito encontrarme con mujeres arregladas (que generalmente acompañan a hombres arreglados), dejo de salir, me da más flojera, y cuando intento encontrarle una razón a arreglarme, la única razón que me parece aceptable es intentar encontrar una pareja. Cosa que no quiero. O bueno, cosa que digo que no quiero cuando afirmo mi compromiso con la soltería.
¿De verdad estoy comprometida con la soltería? ¿Estoy al tanto de lo que escribo en este blog? ¿Qué parte de "estoysolaquierounenamorado" no entendí?
La parte que implica el continuo salirelfinparaconoceraalguien (que jamás conozco) para conquistarloyforzarmeunarelacionquenoquiero. Y he ahí el quid de mi dilema. La premisa es: si sé, si tengo por seguro basándome en evidencias pasadas, que
1) Salir pocas veces me divierte (y generalmente me molesta, habiendo sacrificado tiempo, ego y plata)
2) No voy a tener enamorado
3) Yo me siento bien con mi cara lavada y mis rollitos de más
¿para qué diablos voy a quitarme sueño, plata, y horas que podría dedicar a hacer otras cosas que me gustan?
¿Por ejemplo?
Escuchar música en la oscuridad y leer.
Suena ridículo.
Sí, es cierto. Y he de confesar que, en este video, la admiro
pero...
... me da flojera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario