Extraño ser feliz.
Hay una muy tangible diferencia entre no estar triste y ser feliz. Entre no querer seguir sola y estar enamorada. Entre decir "te quiero" y sentir "te amo".
Es algo muy pequeño y muy sagrado ese sentimiento de amar y saberse amado. El cómo lo demás se vuelve ajeno, lejano, innecesario. Como si le hubieran bajado el volumen a una película aburrida. Como si nada más fuera importante. Porque nada más lo es. Porque no tengo pesar en admitir que el otro se convierte en mi oxígeno. Aunque sepa que está mal y que debería valerme por mí misma no puedo negarlo. No quiero negarlo. No quiero asfixiarme en un mundo en el que no tenga el derecho de respirarlo.
Igual me ahogo tranquilamente. Aprendí hace tiempo que soy como esa garrapata de la que hablaba Patrick Süskind, abrazada a una hoja de césped alto, esperando días, meses, tal vez hasta años que alguien pasara y le diera la sangre necesaria para vivir. Y mientras tanto economizaba hasta la última molécula, paciente, desesperada pero consciente que no tenía otra solución. Preparándose exquisitamente para ese momento cuando se dejase caer. Soñando con ese día en que saciase su hambre.
Tengo hambre de amor. Tengo hambre de promesas que me alegran el presente con un futuro aún mejor. Me alimento de recuerdos antiguos que mastico como chicles que ya han perdido el sabor. Y me duelen los brazos de estar encaramada a mi hoja de césped, me duelen las piernas de estar parada en la mitad de mi desierto, cerrando los ojos, imaginando un mañana diferente, una lluvia, una presa, una canción. Hambrienta de respirar el oxígeno que hace la diferencia entre la alegría y la resignación.
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