domingo, 31 de octubre de 2010

De granitos y crisis existenciales

Me corté el pelo.

Me corté el pelo varias veces, en realidad. Primero el corte en esa peluquería cara, luego el corte con la tijera de mi mamá en mi baño, después el corte en la peluquería barata con mi amiga y por último, el corte de gracia, ayer por la tarde. Ha sido una larga travesía desde el anodino pelo largo hasta el controversial pelo corto. Me siento bien de haber llegado a la meta.

El miércoles tuve una crisis existencial, del tipo de crisis que llevan largo tiempo cocinándose. En virtud de mi reciente (y horrorosa) rotación en dermatología, diré que mi crisis había seguido una evolución parecida a la de un granito.

¿Un granito? Sí, me explico.

La fisiopatología del acné (o como me gusta llamarlo, "vida, pasión y muerte de un granito") empieza con el bloqueo del conducto pilosebáceo. Este es un conducto pilosebáceo normal.

Está la epidermis (la rosadita), la dermis (melón), el pelo, las glándulas sebáceas (amarillas). Todo bien, todo normal, nadie le ha hecho daño, no le ha pasado nada. Hace (varios) años yo era así.

Pero no sería una historia interesante si el protagonista no sufriera.

El acné, como la mayoría de los problemas de las personas, tiene más de una condición a la que culpar. Pero inicia con algo. En mi caso, fue un accidente. En el caso del conducto pilosebáceo, es el crecimiento de la epidermis debido a que algunas hormonas decidieron salir a pasear.

¿Ven la diferencia? Sutil, ¿no? Nada muy grosero, nada brutal. Simplemente un tapón que podría ser fácilmente removido.

Pero olvidamos que las glándulas sebáceas no obedecen a tapones ni a buenas intenciones. El inconsciente tampoco.

Es así como mi crisis fue evolucionando. Lentamente, casi inadvertida, opacada por el ruido de los otros aspectos de mi vida, creciendo y llenando espacio con dolor, rencor y sed de una justicia que evidentemente nunca iba a llegar. Y fue creciendo, como el grano recién tapado, fue creciendo y llenándose de cosas que no estaban concebidas para quedarse dentro por mucho tiempo.

Se inflama. Y duele. Ese es el momento cuando nos damos cuenta que está ahí, que existe y que ha alcanzado un tamaño suficiente para que le prestemos atención. Duele a cada momento que lo tocas, aún cuando es por casualidad.

Podríamos dejarlo ahí, que viva solo y que evolucione lentamente a su final. Pero duele. Y se ve feo. Sabemos que no debemos tocarlo, que debemos seguir un tratamiento, que debemos dejarlo ser, olvidarlo, ignorarlo. Pero es imposible. Queremos verlo salir, queremos verlo derrotado y expulsado de nuestro territorio. Buscamos obsesivamente esa cabecita blanca o negra que nos diga que ya está. Que es vulnerable.

Pero no llega. Y aplastamos y aplastamos y gritamos y lloramos, pero la cabecita blanca pocas veces llega. Lo que queda es esto.

Que duele aún más.

La cosa se salió de control cuando se llega a este punto, porque de todas formas sabemos que cuando se solucione va a quedar una cicatriz. Un hueco vacío en el lugar donde se había acumulado todo lo que no queríamos tener. ¿No se puede regresar al inicio sin esta consecuencia final?

No. Siempre queda así.

Felizmente en la vida las crisis no tienen cicatrices visibles. A menos, claro, que se tome en cuenta mi pelo.

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